Llegó la tele
Por mucho que la señorita Clara siguiera insistiendo, eso de hacer palotes y más palotes no era algo en lo que uno podía concentrarse ese día. De arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba sin apretar el lápiz de mina blanda 2B mordisqueado y ya reducido a casi nada.
Un renglón, dos, tres, una hoja entera de palotes un poco ladeados hacia la derecha pero más o menos aceptables cuando sólo se tienen seis o siete años y se está ansioso porque suene la campana, se termine la clase y ya falte menos para el gran momento.
Que el permiso incluya tener que acarrear con una hermana menor es un detalle insignificante, cualquier sacrificio vale la pena.
Palote palote palote más palotes, el odiado vaso de leche, el recreo largo, el último recreo, mirar las figuritas del libro de lectura porque aún no tenía idea de lo que era la letra A así que mucho menos podría comprender esos garabatos que, supuestamente, decían mi mamá me ama pero vaya uno a saber si era cierto.
Tictac tictac y es inevitable que por fin llegue la hora y formando fila salgamos a la calle.
No vale la pena correr porque no hay apuro y el perro del garaje suele ladrarme y mostrar los dientes.
Total, falta un rato largo y lo importante es que ya se había superado una primera etapa y sólo faltaba otra, comerse dos milanesas re-calentadas de un sólo bocado ( ¿sólo existe la lechuga y el tomate? ¿no hay nada diferente? ) y dejar que la hora de la siesta transcurriera lo más rápidamente posible.
Por supuesto que era difícil saber si faltaba mucho o faltaba poco y de nada servía mirar el reloj, no sólo porque no tenía idea de lo que significaban esas manecillas sino porque una hora, dos o cinco minutos eran palabras que nada significaban. Mucho, poco, todo da igual cuando uno sólo espera que sea ahora, ya mismo.
Pero es inevitable que el momento llegue en algún momento y ahi fuimos. Atardecía y cruzamos la plaza hasta la avenida. Cruzamos la calle mirando a ambos lados como nos habían recomendado veinticincomilquinientastreinta veces, doblamos a la izquierda y caminamos hasta la otra esquina.
Dos cuadras completas, ¡una hazaña!
El negocio era una especie de bar pero de esos que nunca se sabe muy bien que son. Había personas jugando a las cartas, otros al dominó, el viejo que atendía el kiosco de flores saboreaba algo transparente que debía ser ginebra. Detrás del mostrador, el hombre nos hizo señas indicándonos que siguiéramos de frente y nos metiéramos a través de una puerta no-puerta que separaba el salón del resto de la casa donde vivía mi amigo.
Cruzamos esas cintas metálicas que pendían de la parte superior del vano y entramos en la cocina saludando a la señora que pelaba papas como si las odiara.
Allá en el fondo se escuchaban los murmullos poco disimulados del resto de mis compañeros que, en masa, se habían juntado en una pequeña habitación casi sin muebles, para contemplar embobados, ese artefacto extraño que se apoyaba indolente junto a una de las paredes: un televisor.

El primero, el único que había en todo el barrio.
Nos unimos a la ceremonia más que nada porque había que ser solidarios con la excitación pero yo esperaba que alguien me revelara el secreto y que de una vez por todas lo encendieran.
Por fin, algún adulto entró, nos miró con cierta arrogancia y se puso a manipular los controles del aparato que zumbó y silbó hasta que se iluminó y empezaron a salir sonidos de su interior.
Sólo se veían rayas y uno podía imaginarse cosas pero bastó que le diera un par de golpecitos suaves pero firmes en un costado para que de pronto, una señora que imagino rubia y perfumada, me sonriera desde la pantalla y me hablara de las bondades de un jabón en polvo que seguramente debía ser el mejor de este mundo por la forma enfática en que lo promovía.
Lamentablemente, mi edad me impedía tener dinero suficiente para esas cosas así que tuve que ceder al primer impulso que fue salir corriendo a comprar uno.
La señora se fue y apareció un señor con moñito y bigote que también sonreía con todos los dientes pero ya no le presté atención porque alguien me codeaba y me hablaba al oído diciéndome ohhh ahhh uhhh y otras cosas semejantes que seguramente significaban que estaba tan embobado como yo.
Y así pasó el tiempo hasta que el Llanero Solitario montó su caballo blanco y me dejé llevar por él como tantas otras veces lo había hecho en el cine.
Por suerte, todo terminó bien, los malos fueron encarcelados, los buenos se salvaron y ahí THE END.
Sin mucho que hablar, desalojamos la habitación y cada uno se volvió para su casa sin decir palabra.
Ahora sé que fue media hora, sólo media hora ... pero también fue el infinito.