Adiós

Sol. Una nube de un gris casi verde que avanzaba desde el horizonte y apuraba la noche. Alguien dijo que se parecía a un caballero de armadura montado sobre un caballo alado. Ella habló de una especie de Don Quijote, pero él se rió y la besó en la boca con dulzura.

No le gustaba que se rieran de ella y además, lo del caballero era cierto y se puso a explicarles cada uno de los detalles que distinguían a aquel Don Quijote que seguía moviéndose hacia nosotros a una velocidad que aumentaba a medida que el auto giraba hacia la izquierda, metiéndose en un bosquecito de árboles flacos, largos y puntiagudos.

En realidad, yo no había participado mucho de todas aquellas discusiones, no es que no me interesaran, vos sabés que muchas veces nos hemos pasado horas hablando de tonterías, café o cerveza de por medio. Era parte de las leyes del juego y nunca protesté ni me negué. Una palabra llevaba a la otra, la nube era la excusa, todo era una excusa, lo único que valía era estar juntos, hacernos compañía, olvidarnos que las paredes abrumaban y esparcían ese aroma que, alguna vez, habíamos definido como la rutina pero que yo ya empezaba a nombrar de otra manera, algo así como pequeños flecos de la muerte, algo así como el aburrimiento, la inexistencia, la inutilidad de todo.

No, nunca se los traté de explicar. La verdad es que no me atrevía, tenía miedo a la burla, a que no me entendieran ¿O es que acaso tenía miedo que me entendieran? ¿Cambiaría algo? Y después de cambiar, ¿qué? ¿Se habría roto la magia?

Por eso es que me dedicaba a mirar por la ventanilla, apoyando la nariz contra el vidrio y respirando hondo hasta que se empañaba por completo y tenía que pasarle la mano, sentir el frío húmedo en la piel, secarme con el pantalón y volver a empezar el juego hasta el infinito.

Vos me sacaste de eso. Como siempre. No lo hiciste con mucha dulzura que digamos. No, no protestes, no me vas a decir que hacerme cosquillas justo cuando estaba abstraído en no sé qué cosa es una manera cariñosa de traerme de vuelta a vos y a tus ganas. No hace falta que te vuelvas a reír de mi golpe. Ya se rieron suficiente cuando del salto que me hiciste dar casi hago un agujero en el techo.

Alguien dijo que me lo tenía merecido por amargado. Él habló de las mujeres y sus vicios, ella aprovechó que había dejado de ser el blanco de las burlas y echaba leña al fuego, vos te doblabas en dos para hacerme notar que te reías cada vez más fuerte y yo, me refregaba la cabeza para calmar un dolor que no existía pero que tenía que fingir porque no era cuestión de desentonar y quedar como el que arruinaba las cosas cuando se estaban poniendo buenas.

No es que esa sea una mala costumbre, es sólo una costumbre, nuestra costumbre. Tenemos que reconocer que muy originales no somos, pero eso es lo de menos.

De todas formas, creo que cualquier cosa hubiera dado igual, acordate que fue justo en ese momento en que dimos la vuelta, cuando acababa el bosque y empezaba el barrio. Vos podés seguir creyendo que nos perdimos, que él no se fijó bien en la última señal y que, en vez de girar hacia la izquierda, siguió unos metros y dobló a la derecha metiéndose en un camino secundario, alejándonos de la ruta de regreso a la ciudad, metiéndonos de lleno en un nuevo paisaje. No hace falta que insistas, yo lo sé, vos lo sabés, él lo sabía, ella, tal vez también, pero creo que nunca vamos a estar seguros, aunque no tiene importancia.

El sol ya no estaba, mejor dicho, estaba, pero se iba diluyendo en algo que no era la noche aunque se le parecía bastante. Sí, tenés razón, la palidez debía ser efecto de la sombra de esos árboles frondosos y muy bajos que se cerraban sobre nosotros, formando un túnel, un túnel largo y espeso.

No me acuerdo si fue cuando entramos al camino de tierra o cuando apareció la primera casa que dejamos de hablar y empezamos a darnos cuenta que estábamos perdidos y que no había forma de dar la vuelta y regresar.

De todos modos, fuese de una forma o de otra, lo importante es que uno a uno comenzamos a perder interés en lo que los otros decían y no dedicamos a observar eso que nos iba rodeando, abrazándonos con su tentáculos diferentes a cualquier otro, eso que crecía a lo largo del camino como un hongo venenoso del que había que alejarse lo más rápido posible.

No es que fuese la primera vez que veíamos algo así ¿Dijiste que era una villa miseria? ¿No fuiste vos? Entonces fue ella. No, claro que saber quién lo dijo no importa, pero es curioso ver como algunas cosas tan evidentes pueden ser deformadas hasta ese punto cuando se las ve desde lejos.

Claro que no era una villa miseria. Sí, eso lo sabemos ahora, pero, decime la verdad, ¿alguien creyó sinceramente que lo era? No contestás porque sabés la respuesta y esa respuesta no te gusta ¿Te sentís cómplice? No te preocupes, estoy seguro que ni ella lo creyó.

Un chico, otro casi desnudo, un hombre con un hacha en la mano, más pibes, tres, cinco, diez, todos iguales, altos, delgados, pálidos como la leche, todos con los ojos enormes clavados en nosotros, mirando pasar el auto que cada vez iba más despacio, un poco porque la curiosidad nos obligaba y otro poco porque el camino giraba una y otra vez, haciéndose más y más tortuoso a medida que se estrechaba, metiéndose en el barrio.

Si me preguntases qué fue lo que más me impresionó, te diría que el color. No el color de algo en particular sino el color en general; ese tono entre gris y pardo que lo teñía todo. No sé, es algo difícil de explicar, es el mismo color que a veces tienen mis sueños, mejor dicho, es el color exacto de mis pesadillas.

No te rías, no es una asociación tan antojadiza como parece. Si te digo que ese es el tono de mis pesadillas no es por tratar de unir dos cosas similares porque en ese momento, te juro que no me había dado cuenta, recién mucho después, más tranquilo, comencé a hilar cabos.

No te creas que fue tan fácil ir siguiendo con la mirada cada casa que pasaba, cada cerco, cada perro que se acercaba a ladrarnos y que enseguida salía disparado hacia otro lado, como si una orden imperiosa y silenciosa los obligara a regresar hacia un punto indeterminado donde alguien lo esperaba.

Mirábamos por costumbre, porque estábamos de paseo y había que mirar, pero era difícil, muy difícil. Creo que en realidad nadie miraba. Tratábamos de cerrar los ojos aún sin cerrarlos y dejar que la vista se clavara en un punto indefinido, muy, muy lejos, tan lejos como era posible, para no ver ¿Te das cuenta que tengo razón? El hecho que él se saliera varias veces del camino y rozara uno o dos árboles al doblar, no hace más que confirmar lo que te decía.

¿No me digas que te olvidaste del caballo muerto?. No, no estaba dormido, estaba muerto, bien muerto. Tenía dos o tres lonjas de cuero arrancadas a medias pero ya no sangraba, y sobre las heridas pululaban las moscas y los gusanos. No te rías, no soy tan imaginativo como creés. Había poca luz pero era suficiente para verlo con claridad. Yo sé que vos te acordás, no lo niegues, no vale la pena, ya pasó, ya no está.

Había dos hombres y una mujer al lado del caballo. Los hombres no tenían camisa y sudaban mucho. Debían tener el cuerpo cubierto de hollín o algo por el estilo porque las gotas de sudor les habían dejado largas estrías blancas que bajaban desde la frente y el cuello hasta la cintura. La mujer, en cambio, estaba enfundada en un vestido que parecía ser bastante grueso para el calor que debía haber al lado de las fogatas, y tenía una escoba en la mano.

Es lógico que si no te acordás del caballo no te acuerdes tampoco de las fogatas. Eran dos, no, tres, una al lado de cada uno de ellos, y les tiraban cosas. No, no sé qué cosas, pero cuando alcanzaban las llamas, chisporroteaban y saltaban centellas de muchos colores. Fueron los únicos que no nos miraron cuando pasamos a su lado, y eso que casi nos detuvimos junto a ellos.

Si aquello era asqueroso, la ronda era casi obscena ¿Eran catorce? ¿Más? Puede ser, sí, creo que tenés razón, eran más, debía haber por lo menos veinte.

Alguien dijo que jugaban, pero eso no era una ronda. Estaban en un círculo, pero no era una ronda. Se movían despacio, a veces se agarraban de las manos y después saltaban como enloquecidos, sin orden, o por lo menos sin un orden que nosotros pudiéramos entender. Gritaban ¿Vos creés que no? Puede ser, por lo menos abrían la boca y los músculos de la cara se les tensaban como cuerdas.

¿Qué era lo que estaba en el centro del círculo? ¿Un perro? ¿Un animal? ¿Estaba vivo o sólo era una estatua? Sí, ya sé, otra vez lo mismo, no tiene importancia. Tenés razón, pero si los detalles no tienen importancia, ¿de qué vale seguir recordando?

No puedo hablarte mucho de la ronda porque tengo que confesarte que me daba miedo, no sé como decirlo de otra manera. En realidad, no quiero decírtelo de otra manera porque esa es la única. No voy a fingir, estoy harto de fingir. Tenía miedo y ahora no me avergüenza confesarlo aunque en ese momento tal vez sí. Por eso es que traté de distraerlos, mostrándoles al grupo de hombres que nos seguían.

En otro momento no les hubiera prestado atención, pero creo que para ese entonces ya sabíamos que estábamos en peligro, si no, ¿cómo explicar que él tratara de aumentar la velocidad aún a costa de volcar en alguna de las tantas zanjas que cortaban el camino de improviso? Si no, ¿cómo justificar el grito casi inaudible de ella y que vos te pusieras las manos en la cara y trataras de esconderte de todos esos que nos seguían, cortando camino a través de las casas, acercándose?

Yo también tenía miedo. Fue sólo un instante pero tuve miedo. Ahora tengo mucho más, ahora que pasó, que estoy aquí sentado, que tengo un vaso de vino en la mano y que casi puedo tocarte con sólo extender el brazo, ahora tengo mucho más miedo.

Entonces no me importó gritarle a él que se apurara, que hiciera algo, que volviera a la ruta y nos sacara de ahí, pero también sabía que era casi inútil, o por lo menos lo fue cuando nos impidieron seguir, atravesándose en el camino.

Vos podés seguir creyendo que fue pura casualidad, pero te aseguro que lo hicieron a propósito, que fue premeditado, nos distrajeron y después nos acorralaron como a animales.

¿Qué hubiera pasado si él no se detiene? ¿Creés que nos hubieran atacado? Aún me hago esas preguntas aunque sé que no hay forma de contestarlas y que si la hubiera, no ofrecería ninguna diferencia.

Él reaccionó rápido, pensó, calculó, meditó y resolvió qué era lo que debía hacerse, y lo hizo sin dudarlo. Yo no hubiera podido. No, no creas que es un problema moral, simplemente no hubiera podido decidirme tan rápido, aún ahora no estoy seguro de lo que deberíamos haber hecho.

No, no le reprocho nada, pero no podés negarme que hubo algo de asombroso en su reacción, algo que parece demasiado poco casual, como si cada movimiento, cada acto, hubiera sido el resultado de una idea perfectamente meditada. Sí, ya sé que no fue así, pero igual no puedo dejar de tener dudas. Vos decís remordimientos pero yo digo dudas, y sé de lo que estoy hablando.

Vos gritaste, bueno, si no fuiste vos, fue alguien, tal vez yo, lo cierto es que alguien gritó y no fue ella. Ella debe haber querido hacerlo pero no pudo.

Él vio que la gente nos rodeaba, giró el volante con violencia y frenó al mismo tiempo que abría la puerta de un manotazo y la empujaba afuera, hacia los hombres y las mujeres que ya estaban tan cerca que casi podía sentírseles el aliento espeso y nauseabundo golpeando contra las ventanillas cerradas.

Ella rodó sobre la tierra mojada del borde de la zanja y después se hundió hasta la cintura. Lo único que se veía era la cabeza alzada, la mirada brillante buscando la nuestra, tal vez esperando una explicación. Pero vos sabés que no hubo nada de eso, el auto volvió a arrancar pero esta vez en sentido contrario. Ya todo estaba bien, ya no había nada ni nadie que nos impidiera volver.

Ella quedó allí, tendida, y te juro que no se movía, no trataba de escapar, no se veía desesperada, sólo cansada, esperando tranquila que ellos se acercasen y se iniciara el sacrificio, el rito que la tenía como protagonista.

No, ya sé que no tengo por qué hablar de esto, sin embargo, es necesario ¿Por qué hoy? ¿por qué justo hoy? A decir verdad, no lo sé. Tengo que hablar y hablo. Vos querés escuchar y escuchás, es así de fácil, así de simple, no le demos más vueltas.

Sé que te estoy aburriendo un poco, no lo niegues, me abuso de tu paciencia pero es necesario. Incluso sé que te molesta recordar pero tenés que tratar de entenderme. Hay algo que se rompió, algo que terminó, algo que hizo que esta vez no fuese como las otras, y vos tenés mucho que ver en ese cambio.

Sé que no fue la primera vez. Sé que hubo muchos otros él, muchos otros nosotros, muchas otras ellas, muchos otros vos y yo, y también sé que los seguirá habiendo en tanto y en cuanto el rito continúe. Y debe continuar, no hay manera de impedirlo, no hay forma en que yo pueda cambiar las cosas. No soy responsable de nada, sólo soy un instrumento, un objeto necesario para la conclusión de un fin ajeno.

Sé que el pacto debe ser mantenido. Sé que no hay forma de evitarlo, pero no puedo dejar de pensar en ella, en vos. Tenés que comprenderme, aunque no me escuches, aunque no me mires como me mirabas antes. Tenés que comprenderme. Te quiero, te quise, no sé de que otra manera decirlo.

Te extraño, aún te extraño, debería haberme acostumbrado pero te sigo extrañando, y es que hubo algo que me faltó, algo que debí hacer y no hice.

No me contestes, no digas nada, voy a llenarme otro vaso y después podemos seguir hablando. Aunque no te guste yo lo necesito. Dejame hacerlo, por esta vez dejame hacerlo, ya sé lo que pensás, pero igual dejame. Esta es la única manera en que te puedo decir adiós, antes, no pude, te fuiste muy rápido, ni siquiera alcance a alzar mi mano, di vuelta la cara en el preciso momento en que ellos se arrojaban sobre vos y te cubrían con sus cuerpos, haciéndote desaparecer como el sol en el horizonte.

Después, sólo fue la noche y huir.