Después de la fiesta
Era un desastre, todas desordenadas y tiradas por el suelo, hasta había algunas rotas. Una pena, una verdadera pena. Mamá movió la cabeza de un lado a otro en señal de resignación, parecía una lechuza, sólo le faltaba el árbol.
Me daba mucha lástima verlas agarrarse como podían a cualquier cosa, desesperadas, agitando enloquecidas sus bracitos, tratando de estirarse para escapar de su triste y cruel destino, un tacho de basura. Daban ganas de llorar ante tanto desperdicio, ante tanta sangre en vano. Sí, no miento ni exagero, parecían sangrar. No, no es cosa de risa, parecían sangrar, y ver el suelo lleno de esa espesa sangre incolora me dio nauseas.
Pero, así es la vida, esto le podía haber ocurrido a cualquiera. Claro que lo extraño, lo más extraño de todo era que ni papá ni mamá parecían darse cuenta de su existencia; literalmente, las ignoraban.
Por ejemplo, mamá agarró la escoba y la pala con desgano pero como no pudo levantarlas, fue a buscar el escobillón. Cuando volvió, traía una pegada en el zapato derecho; se la sacó de un tirón, la apoyó en la mano, la miró detenidamente y luego, con total indiferencia, la tiró al suelo otra vez.
"Tan encerado que estaba", protestó. Era usual que protestara después de esas reuniones, era una ceremonia que iba junto con las críticas y el chusmerío en el que nos metíamos todos. "Mirá, ¿decime si no podrían haber apoyado estas botellas en una mesa?. Y papá la miraba de costado, levantando la cara del diario, ¿qué podía decir?. La cosa era así. La familia.
"Mirá, mirá", le dijo. Y papá miraba el piso que realmente era un asco. Estaba completamente cubierto. "Mirá qué desorden". Y era cierto, se mezclaban, se retorcían, agonizaban.
Pobres. Pero yo no me afligía por el piso manchado sino por ese desastre que estaba justo encima del piso manchado. Nunca había notado aquel espectáculo y eso era algo raro, porque debía suceder después de todas las fiestas.
¡Qué doloroso! En fin. Mamá seguía protestando y barriendo como podía, porque era bastante difícil sacarlas y levantarlas con la pala. Se pegaban a los zócalos y pretendían querer regresar a donde habían salido. Pero eso era algo imposible ¡Había tantas!
Al principio me pareció que la indiferencia con que las trataban era sólo una forma de evitarlas, de no pensar en ese desastre, de esquivarlas para no sufrir. Pero después, poco a poco, mientras la limpieza avanzaba, me fui dando cuenta que no, porque cuando caminaban, las pisaban, y no los creo capaces de tanta maldad, nadie resistiría ver sus menudos cuerpecitos destrozados por la suela de los zapatos.
No podía ser, traté de convencerme, si yo había visto que mamá había levantado una del piso; claro que, desde donde yo estaba, no podía saber si era eso o un vaso de cartón, o un cigarrillo, uno nunca está seguro de nada.
Debí convencerme, así era la cosa, ellos las ignoraban, no se daban cuenta de su presencia y presentí en eso algo más, algo definitivo, algo así como ahora o nunca. Por eso fui y les conté todo. Por eso estoy aquí, ellos me dijeron que es un hospital pero yo no estoy muy seguro, realmente no puedo quejarme, las enfermeras me tratan muy bien, son muy dulces y amables, creo que voy a terminar casándome con alguna de ellas; pero me molesta tanta amabilidad y consideración, me hacen sentir como si estuviera loco.
Todavía me acuerdo del último día que estuve en casa. Yo la seguía observando a mamá. Era muy divertido oírla protestar contra la irresponsabilidad de las cuñadas, las nueras y los sobrinos.
"Con el escobillón es mucho más fácil", le dijo a papá, y de un solo golpe, barrió las últimas palabras que habían quedado en el suelo después de la fiesta.