El barco en la tempestad
La furia de la tormenta era tremenda, el viento soplaba sobre sus cabeza y les hacía chocar unas contra otras, golpearse contra los bordes de su embarcación y sacudirse como espigas de trigo mecidas por un huracán. De pronto, apareció una piedra en el medio del canal y el barco comenzó a dar vueltas; la proa y la popa giraron enloquecidas cambiando de posición.
Ellas se asomaban por la borda y volvían a juntarse temblorosas en el centro. Sin tener elementos para dirigir el barco, estaban abandonadas a su propia suerte. El frío las hacía contraerse como ovillos; era pleno invierno y su hogar les parecía cada vez más lejano. Recordaban cuando habían sido sacadas, y aún sentían la presión de las manos del destino que las había colocado en medio del agua enfurecida. Ahora, la suerte estaba echada.
El viaje parecía una cabalgata sin sentido, subían y bajaban como si ese balanceo fuese el resultado de tanta vida.
¡En cuántas tonterías pensaban en ese momento! En las flores, aquellas de los mil sabores; en esos árboles gigantescos que nunca parecían terminar; en los colores que se extendían hacia uno y otro lado como los senderos abiertos por delante de sus cabezas cuando salían a caminar; en los montes y las selvas impenetrables; en ese verde que lo devoraba todo; en su casa, su hogar; en las noches tibias; en los arrullos.
Todo parecía perdido, corrían de aquí para allá, desesperadas, movían sus cuerpos rozándose apenas, y se volvían a separar como en un extraño baile. Comprendían que eran sus últimas horas, sus últimos momentos, y sin embargo, tal vez confiaban en que la vida volvería; que la realidad sería otra y esa sólo fuese una pesadilla que desaparecería con solo cerrar y abrir los ojos. Entonces, verían que estaban nuevamente en su casa, con sus familias. Pero, la realidad era abrir los ojos y ver que estaban otra vez en el agua y que la danza continuaba aferrándose a la barca.
Ahora podían ver la orilla, y se daban cuenta que toda esa tierra les era absolutamente desconocida, y que de salvarse, sólo el instinto podría llevarlas de regreso al hogar. Allá, veían la playa y los acantilados que subían y bajaban al compás del viento, El río era largo y parecía no tener fin; arriba, el sol brillaba aunque la tormenta continuaba desatando su furia a través de las nubes grises y sombrías ¿Qué extraño lugar era ese?
Desde que habían salido de su casa hacía ya tantos días que no podían contarlos, habían encontrado cosas muy extrañas y diferentes, animales alucinantes, enormes parques de frutas, ríos interminables, caras irreconocibles, montañas impenetrables, y sobre todo, ese país donde la tierra era dura como las piedras.
Ahora se daban cuenta que esos soles o esas estrellas brillaban más que aquellos de donde ellas vivían. Y encima esa lluvia, esa interminable lluvia que les mojaba el cuerpo y les taladraba con tanto frío.
De pronto, una cayó al agua en una de las sacudidas, era la más pequeña, la más joven. Las demás pensaron que ese sacrificio hecho al Dios de la Lluvia y el Viento, calmaría su furia pero se equivocaron, el Dios no estaba saciado, su hambre aún duraba y se había exacerbado con tan magro bocado.
La chiquita agitaba el agua con sus bracitos, desaparecía y volvía a aparecer en la superficie. Las demás lloraban y rezaban a los gritos. La vieron a lo lejos y pensaron que se iba, pero en realidad, eran ellas en su barco las que se alejaban.
Una se sobresaltó, allá estaba el gran peligro, el río parecía terminar súbitamente. Se agitaron inquietas y apenas alcanzaron a darse cuenta cuando se las tragó el abismo.
Al fin, en la boca de tormenta, desaparecieron las cinco hormigas que había puesto en una caja de fósforos. Todavía sigue lloviendo ¡Qué frío hace! Mejor, entrar a casa a jugar.