El juego

Se recostó respirando agitado.

─ Ya no estás para estos trote, viejito ─ se dijo en voz alta.

Respiraba hondo, con la boca abierta, tragándose hasta los muebles en cada bocanada. Miró a su alrededor, las paredes desnudas y casi grises, el piso encerado, ese olor tan atrayente y tan repulsivo de la cera reciente. El corazón se le iba, las piernas parecían flotar en un mar infestado de algas. Se dejó llevar por el aire húmedo. La voz de su hijo lo devolvió un poco a la habitación en donde estaba.

─ ¿Y papá? ─ traía en su mano un revólver de juguete. Se miró la suya, tenía uno idéntico ─ ¡dale!, ¡dale!, ¡vamos a seguir jugando! ─ exigió.

─ ¡Pará!, ¡pará, fanático!, ¡pará un poco que no doy más!.

─ ¿Estás descansando un ratito? ─ preguntó el chico, mirándolo.

─ Sí, sí ─ balbuceó.

─ Ah, bueno. Mirá, vamos a cambiar a que yo era un marciano con casco y todo. ¿Este es un revolver marciano, papá?.

─ Sí, sí ─ se resignó el padre.

─ ¿Y vos quién eras? ─ insistió.

─ ¿Yo? ─ pensó, algo adormilado ─ Al Capone ─ se sonrió.

─ Al Capone ─ repitió tratando de memorizar ─ bueno, dale papi, dale.

─ Sí, sí, ya voy.

El chico salió corriendo. Intentó seguirlo pero se desplomó exhausto sobre el sofá. Muerto de cansancio. Era lógico, habían estado corriendo como locos durante toda la mañana de ese santo domingo.

Sintió la voz de su hijo, lejana, muy lejana, que lo llamaba desde otro lugar, desde otro planeta ¿Acaso ahora no era un marciano? Sonrió. Debía estar en el patio, a diez metros de distancia, nada más, diez metros, sin embargo, muy lejos. Estoy rendido, resopló, y se dejó llevar por el cansancio. Miraba el techo, y allá lejos, muy lejos, lejísimos, unas voces le llegaban apagadas a través del desierto de los ojos cerrados.

Le pesaba la mano. Se la miró, tenía el revolver de juguete. Plateado, plástico nacarado. Sonrió, se lo imaginó verdadero, como cuando era niño. Una sensación de alegría lo invadió repentinamente. Ese pecado de sentir lo prohibido.

Apuntó a la ventana y disparó, cayó un hombre. Sopló el hilo de humo que no salía del cañón frío; el hombre siguió caminando, dobló la esquina y desapareció. Sonrió otra vez. Llevaba un paquete de masas o algo parecido. Masas. Bombones, no, bombones no. Una torta, sí, una torta. Se relamió de gusto, ya era hora de almorzar y el estomago rugió. Su mujer debía estar poniendo los cubiertos. Si se estiraba un poco, podía llegar a verla revoloteando alrededor de la mesa. Si fuera verdad, pensó, si sólo fuera verdad. Y sintió el gusto de la muerte, ese dulce delirio que producía la ensoñación de la muerte.

La muerte, la muerte era matar. Morir. Sentir la carne que se destroza. La avispa que penetra hondo desgarrando las entrañas. Todo en cámara lenta. Penetrándolo lentamente. Penetrando. Un punto de sangre y nada más. Suspiró.

Apuntó a un auto que estalló en miles de pedazos pero claro, el auto continuó andando con sus ocupantes vivos y muertos al mismo tiempo. Van de contramano pensó pero es domingo y el tráfico del barrio es casi nulo.

Miró el revolver, la sonrisa no se le había borrado. Era más chico que su mano abierta. El cañón era ínfimo, un pequeño tubo; la culata, negra, con dos o tres rebordes inútiles; una marca desdibujada que seguramente decía made in china. El gatillo justo del tamaño de un chico, su dedo apenas se podía acomodar. Amartilló y disparó. Suspiró otra vez.

Lo estaban llamando. El almuerzo tal vez, sí, seguro que era el almuerzo; pero, ¿a quién le interesaba el almuerzo ahora? Desde muy lejos, llegaba una extraña música sin melodía, un ritmo vibrante, casi podía asegurar que era su imaginación, que podía callarla en cualquier momento, pero no, la sentía ahí, muy adentro, más allá del sonido, más allá de todo, unas voces lo reclamaban.

Si fuera verdad, pensó, y sintió un breve escalofrío en la mano, unas cosquillas que le subieron poco a poco hasta apoderarse del cuello. Es de verdad, se dijo, ahora sí que es verdad. La boca se le crispó, miró el revolver. Ahora era otra cosa. Se le ocurrió majestuoso, como si una aureola lo hubiese cubierto, invadiéndolo a él también.

La música era cada vez más fuerte, más firme, más segura. Casi gritó. No es cierto, no puede ser cierto, es imposible, no es verdad; no, no lo es. Al demonio conmigo, al demonio con mi imaginación, es el hambre, sí, ha de ser eso ¿Cuándo estará listo ese maldito almuerzo? Ah, cierto que ya estaba ¡Qué ocurrencia, Dios, qué ocurrencia!

Amartilló y apuntó a la cara. La sonrisa era una mueca. Miró el tubo que formaba el cañón, allá debía estar la bala pero no había nada. No hay que pensar en estupideces, esas son cosas de viejas, se dijo, tratando de convencerse. Sin embargo, miró otra vez el arma que aún mantenía frente a su cara; no, no es mentira pero no puede ser verdad. Se colocó el revolver en la sien. Acarició el gatillo y cerró los ojos. Sintió que la música se detenía abruptamente. Creo, dijo, ¡sí, creo!.

Temblando, se levantó del sofá y tiró el revolver contra la pared. Creo, creo, ¡Creo!, ¡creo!, ¡creo!, ¡claro que creo! ¡Creo!, ¡creo!, ¡por favor, basta! Se apoyó contra la puerta, transpiraba. Husmeó el aire, no, no, no puede ser. Creo, pero no puede ser. Demonios, sí, Dios, demonios que creo ¿Qué es esto?

Pegó un gritó y corrió hasta el otro extremo de la habitación. Levantó decididamente el revolver, lo amartilló, lo colocó justo frente a su garganta y apretó el gatillo.

Durante unos segundos, todo se detuvo y no hubo ni mundo ni casa, sólo esperar el desenlace, pero nada pasaba. Silencio. Ahora, nada más faltaba ordenarle a sus piernas que se dirigieran hacia el comedor y hacia ese almuerzo que terminaría por volverlo todo a su verdadero sitio, pero no pudo. Al final de cuentas, había tenido razón.

Se sorprendió. Cayó al suelo. Muerto, pero sonriendo.