Historia de un toro y una primavera

Toro soy. Cielo azul. La brisa soplando, erizando el pelo de mi lomo, haciéndome cosquillas en el morro siempre húmedo. Juegos. Sueños. Una rápida corrida embistiendo un arbusto cualquiera. Frenar de golpe, resoplar y pasar rozándolo, apenas agitando las hojas amargas, arrojando pedazos de tierra a su lado. Correr y frenar, correr y seguir. Seguir hasta que el sol se esconde tras las colinas y la luna empieza a dibujarse sobre la superficie cristalina del pozo de agua.

Dormir. Despertarse . Otro día. Otra vez el aire espeso y susurrante de eso que llaman el verano. Dejarse ganar por la placidez de la mañana. Prestar atención a la música constante de los pájaros enloqueciendo el vacío con sus cantos estridentes. Repeticiones exactas de otras tantas músicas. Y entonces erguirse y sacudir la cabeza. Saber que se está despierto y que el sueño se ha vuelto realidad. Aleteos. Nidos poblándose de gritos agudos. Rugir para demostrar que también yo estoy aquí y puedo compartir la mañana. Sol. Cielo azul. Una nube deshaciéndose en el viento. Flecos de lana espumosa a merced de un incierto destino.

Dormir. Despertarse. Otro día. La lluvia rebotando contra el pasto siempre verde. Charcos de luz y un repiqueteo monótono. Chapotear enloquecido, feliz. Salpicarse. Revolcarse en la humedad pegajosa. Seguir corriendo. Correr para siempre es vivir para siempre. No hay otra cosa. No hay nada más. Eso es todo. Lo otro, simplemente humo, ruido, cosas como las palabras, esos violentos estertores de los seres humanos.

Dormir. Despertarse. Otro día. Cielo azul. Sentir que la sangre late y choca contra la piel. Ciclos que se cumplen inexorablemente. Arboles menos altos, menos frondosos, menos lejanos. Crecer. Y siempre las mismas ganas de suelo inconcluso. Las distancias haciéndose huellas tras mis cascos. Me detengo. Olisquear el perfume de la madreselva que ha trepado por la pared del establo. Apoyarse sobre el tronco del ciprés seco y acunarse hasta que las cosquillas terminan por acumularse más allá de la piel y comienzan a esparcirse hacia uno y otro lado, gobernando el cuerpo y provocando un placer de esos que no pueden soportarse y sin embargo se soportan porque detrás de su fingido dolor, está el gozo.

Toro soy. Cielo azul, líneas oscuras. Líneas paralelas rayando el firmamento. Rejas arriba y a los costados. El traqueteo constante del camión jaula y el camino de tierra que se aleja de eso que no puedo llamar de otra manea que mi hogar. El recuerdo hiriente de las sogas ciñiéndome la garganta y la fuerza de los hombres que tiran y me arrastran sobre aquel monstruo rugiente que arranca chillante entre nubes de polvo. Motor. Rugido. Miedo. Hambre, sed.

Dormir. Despertarse. Otro día. El mismo día para siempre. Dormir sería lo más fácil pero es imposible. Las constantes luces que anulan la noche y obligan a esta vigilia tan inútil como imprevista. La línea del camino que se pierde mucho más atrás, en una curva cerrada. Una loma. Frío y calor al mismo tiempo. Curiosidad. El camino que sigue y sigue y una ciudad que lo traga y yo adentro. Grito. Rujo. Las paredes blancas se acumulan por todos lados. Pilas de ellas ascendiendo hacia el cielo. Personas que van y vienen. Camiones. Autos. Gritos que no reconozco. Gritos ajenos, gritos de cosas que no laten, que no viven.

Dormir. Despertarse. Otro día. Tengo que cerrar los ojos y desaparecer en el sueño pero no me dejan. Humo. Cielo gris. Presto atención, pero ningún pájaro canta. Ningún árbol mece su copa al ritmo de la brisa. Ni siquiera queda pasto sobre el que plantarme y correr. Me bajan. El suelo es duro, más duro que la piedra y está helado. Mis patas tiemblan, no se acostumbran, resbalan. Quiero correr pero la soga aprieta mi garganta. Debo ceder. Dócil. Entro al corral. Por lo menos allí hay lugar suficiente como para moverse.

Dormir. Despertarse. Otro día. Buscar entre la basura un poco de pasto tierno o un sorbo de agua pura. Resignarse a masticar unas ramas secas y tragar un poco de ese líquido amarillento y oloroso en el que nadan los bichos. Es inútil buscar un sabor. Paredes. Sombras amenazantes. Mas paredes. Hombres conversando y riendo bajo un alero. Un cigarrillo que pasa de mano en mano, y ese sonido hiriente de las palabras inentendibles. Burlas. Carcajadas. Dedos señalándome. La prisión. La espera.

Toro soy. Cielo gris, remedo de tierra bajo mis patas adoloridas. Una reja de hierro que se abre y el aullido cruel de miles de voces lanzándose al unísono. Dándome una bienvenida lasciva y torpe. Soy libre y soy prisionero. Corro, corro tratando de imaginar que he vuelto, que las colinas y los llanos me reciben con los brazos abiertos. Los hombres me rodean. Gritan. Se desesperan por algo que no comprendo. Me alientan y me insultan. Al fin me doy cuenta que es a mi a quien quieren, entonces, me alegro, me entrego a ellos. Corro de uno a otro lado pero la fascinación sólo dura unos instantes. Puedo sentir que no termino de contentarlos.

Dormir. Despertarse. Otro día. Este día. No puedo huir y no quiero quedarme. Por más que lo intento, el sueño no llega para aliviarme. Pretendo arrodillarme y cerrar los ojos para ayudarme, pero un jinete se acerca a toda carrera y me clava su lanza afilada. Caigo y vuelvo a levantarme. Herido. Antes de ver la sangre chorreando desde la grupa y goteando sobre el suelo, sé que no puedo esperar compasión ni ayuda. Busco entre esas caras y nadie parece culpable. Me arrojo sobre el caballo pero mis reacciones son lentas. Lo embisto con fuerza, no puedo detenerme y mis cuernos se entierran en su vientre, despedazando armadura, piel, carne y entrañas. El caballo cae y yo caigo sobre él. Me alejo aterrorizado. El jinete se yergue y se esconde tras la empalizada. Ya estoy demasiado harto de esta miseria como para perseguirlo.

Dormir. Despertarse. Me quedo quieto tratando de adivinar el siguiente acto. No entiendo esta provocación y me rehuso a unirme a ella. Desde lo alto llueven objetos. No me lastiman, pero tras ellos, explotan gritos y aplausos que no me dejan pensar tranquilo. Huyo. Pero no importa donde esté. En todos lados es igual. Me detengo y observo. Estoy sólo unos instantes en medio de la multitud. Alguien me enfrenta. No los soporto más. Pretendo hacerle sentir mi furia, mi cólera justificada, pero me ignora. Lo embisto. Me elude. La multitud de enanos irascibles grita una y otra vez. Cantan, es incomprensible pero hay melodía en su aullido. Sufro. Sé que no tengo más fuerzas. Me han vencido, pero una vez más me levanto y embisto.

Toro soy. Cielo negro, tierra seca. La brisa es demasiado densa y no huele a nada. Sólo reconozco mi propio olor. Sangre, sudor, agonía. Desesperación. El juego termina. La vida también. Esperanzas. Me arrojo una vez más. Sé que será la última, después quedaré a su merced. El acero se hunde, entra con facilidad, arrancándome un suspiro de alivio. La baba cae desde mi boca y se escurre por mis patas. Ayer y hoy se juntan sobre mi lomo y me abaten. Siento que caigo y una nube de polvo se esparce a mi alrededor. Me abriga. La sangre me nubla la vista y me cierra los ojos poco a poco. Ya no hay más ruidos. Los aullidos cesaron. Unos caballos entran a la plaza. Caminan despacio. Se acercan. Veo que uno de ellos quiere decirme algo pero no lo entiendo. Su cabeza musita una lenta despedida. Tal vez estoy soñando. Tal vez imagino compasión en sus ojos. Oscuridad. Nada. Trato de hablar por si alguien me escucha. Digo algo pero no sé si es posible entenderlo. Me duermo. Dormir. No despertar más. Toro soy. Era, lo sé. Lo fui. Ahora nada más que el infinito y un campo siempre verde. Sólo para mi. Para siempre. Toro. Nada más.