La cita

Una mueca de disgusto. Los labios fruncidos y levemente curvados. Los ojos celestes, entrecerrados, turbios. La cabeza balanceándose de uno a otro lado sin encontrar la posición correcta. El cabello, una madeja enmarañada que volaba tenuemente, empujado por las eventuales ráfagas del ventilador. El cuello fino y blanco. El cuerpo oculto por esa masa informe de la tela aún virgen. Todo eso le mostraba el espejo. Un primer plano de ella, intentando imaginar lo que sería aquel vestido que aún no era más que un deseo prendido con alfileres.

Más allá, como fondo de escenario, los muebles del dormitorio, semiocultos en la penumbra, apenas rasgados por las largas cintas horizontales de la luz que se colaba a través de la persiana.

Mucho calor para ser octubre, se quejaba ella mientras luchaba con ese trozo de tela a la que ya comenzaba a encontrarle sentido. De golpe sonrió, y el espejo reflejó su giro violento. Arrojó la tela sobre la cama y cuatro tijeretazos precisos dejaron un sinfín de hilachas sobre la colcha.

Dudó un instante. Siempre dudaba después de dejarse llevar por un impulso, pero la duda sólo fue una fugaz sensación que desapareció inmediatamente y dejó lugar a un frenesí de trabajo, hilo y alfileres que, prendía y desprendía con desesperación.

Mientras el vestido iba tomando forma, ella pensaba que sólo un impulso parecido la había llevado a aceptar esa cita. No tenía miedo, o por lo menos, miedo no era la palabra exacta. Estaba inquieta, ansiosa, nerviosa, cualquier definición servía, pero no, miedo no. No esa clase de miedo que paraliza y enferma. Otro miedo, tal vez. Mariposas en el estómago y ganas de que ya fuera mañana, pasado o cualquier otro momento excepto ahora, justo antes de verlo, antes de llegar, antes de terminar el vestido.

Y mientras daba puntadas, pensaba en él. En su cara seria pero suave; en sus modales seguros pero gentiles; en su sonrisa fresca que le daría la bienvenida desde lejos, alzando la mano tímidamente, levantando la vista del café recién servido. Y ella cruzaría entre las mesas de la confitería, gozando las miradas de aprobación, luciendo orgullosa su nuevo vestido blanco, todo vuelo y cintas de raso.

Y las luces girarían y la orquesta comenzaría a tocar aquella melodía dulce y triste que tanto le gustaba. Aquella canción que los había unido por primera vez en un baile al que ninguno de los dos había querido ir. Él, entonces, se pondría de pie y daría dos pasos para recibirla con un leve beso en la mejilla.

Pero antes había que terminar el vestido nuevo. Y, protestando, volvió a coser, aún sin haber descubierto el por qué de tanto apresuramiento. Hubiera sido más fácil escoger alguno de los que tenía, pero no, algo le había dicho que aquel encuentro merecía lo mejor, lo perfecto, y eso sólo podía ser un vestido nuevo. Y un vestido nuevo llevaba tiempo y la cita era mañana y ya había perdido medio día escogiendo la tela y ahora veía que la tarde se estaba terminando y la noche la iba a encontrar con un montón de retazos informes que nada hacían suponer lo que debían ser.

Podría haberle dicho que no, que era muy pronto, que no la dejarían salir sola, que no era correcto que se vieran en una confitería después de dos o tres días de haberse conocido, y menos de noche. Podría haberle dicho que sí, pero que el viernes o el domingo o el lunes. Pero no, no le había mentido. Le había dicho que sí, que mañana estaba perfecto, que le encantaría, que a las siete y media en punto, que ella también lo esperaría ansiosa, que hasta mañana, que quizás.

Se sabía perdida. Irremediablemente perdida. Hundida hasta el cuello en un sentimiento confuso pero definido, desgarrante pero placentero, tan intrincado y simple como las costuras que iba urdiendo sobre la tela.

Se levantó entumecida, había estado de rodilla mucho tiempo, así que el cuerpo se quejó pero no le llevó el apunte. Con seguridad, volvió al espejo y estudió su obra. Plegó algunas arrugas molestas, midió, marcó, sonrió con orgullo mal fingido. Sabía lo que estaba haciendo y sabía que lo estaba haciendo bien. Se quedó unos minutos observando su obra. Miró de reojo el reloj. Eran las ocho y media. Podía darse por satisfecha. Bajaría a cenar y luego le daría una pasada a máquina. Tenía todo el día siguiente para completar los detalles y hacer una última revisión.

Mientras comía, no dijo una sola palabra, y como nadie le prestó atención, pudo hacer sus cálculos con tranquilidad. Ella pensaba que, saliendo a las siete, a lo sumo siete y cuarto, iba con tiempo de sobra; diez cuadras no era mucho, así que estaba resuelto. No iba a llegar temprano, sería terrible llegar ante que él, así que cualquier cosa, podía dar una vuelta a la manzana, mirar vidrieras o algo así. Tenía que tomarse dos horas para bañarse y arreglarse, por lo tanto, tenía hasta las cinco para terminar el vestido. Si se levantaba a las ocho y descontaba un par de horas para desayunar y almorzar, le quedaban siete horas de trabajo, tiempo más que suficiente si no la interrumpían.

El día siguiente pasó volando. Demasiado rápido para todo lo que tenía que hacer, pero demasiado lento para sus ganas de estar con él.

Al mediodía, calculó que estaba una hora atrasada, así que debería disponer de menos tiempo para arreglarse. No se preocupó, sabía que había exagerado sus previsiones y aún le quedaba bastante resto.

Pero el bordado de aquel cuello le dio demasiado trabajo, y la flor roja que iba en la cintura era mucho más complicada de lo que parecía en la revista. Así que recién a las seis se dio por satisfecha y se puso a plancharlo, mientras miraba el reloj continuamente.

Eran las siete y media pasadas cuando salió de su casa. Un vendaval lanzado a la calle. Apenas podía correr con esos zapatos pero igual lo intentaba; de vez en cuando, el taco aguja se quedaba enganchado en alguna baldosa floja y la frenaba con un sacudón, pero nada la podía detener. A ese paso, calculaba ella mirando el reloj, llegaría quince minutos tarde, así que no era demasiado. Casi había logrado un milagro. Ahora, sólo quería llegar, sentarse cómodamente y disfrutar. No importaba nada, sólo llegar, sentirse esperada, sentirse deseada, tanto o más de lo que ella esperaba y deseaba.

Y sonreía mientras apuraba el paso. Pensaba que él la invitaría a bailar en aquella pista elegante y algo oscura que tantas veces había entrevisto desde la calle. Y entonces sólo serían una de las tantas parejas a las que había envidiado desde lejos. Y el té sería dulce y seguramente pedirían masas, pero estaría atenta a no comer demasiado, aun cuando la tentaran aquellos dulces y cremas multicolores. Y después él le tomaría una mano y ella lo dejaría. Seguramente, al salir, caminarían un rato y se despedirían con un beso en la boca y concertarían una nueva cita en algún otro lugar, pero para entonces ya no sería necesario un vestido nuevo porque ambos habrían entrado en un camino que sólo tenía un sentido.

Estaba cerca. Cruzó la calle mirando el reloj por enésima vez. Eran las siete y diez. Levantó la vista pero fue demasiado y tarde. Intentó dar un paso atrás, aferrarse a algo, mantener el equilibrio, pero no había nada de donde asirse. Y se hundió.

De pronto sintió que no había nada bajo sus pies. Sin embargo, sabía que un poco más allá estaba el barro y la mugre de la calle rota. Esperó un montón de tiempo hasta que sintió el sensual frío de la humedad en las rodillas. Y después fue la cara y las manos intentando detener la caída en el charco que se abrió para recibirla y volvió a cerrarse sobre ella como un guiño.

No todo fue igual a lo imaginado. Llegó casi siete y veinte pero él, aún la esperaba. La confitería era más elegante de lo que parecía desde afuera, y estaba llena de gente, murmullos y luces que salían de enormes arañas colgadas del techo. La orquesta no comenzó a tocar aquella melodía, pero ella la escuchaba igual. Su figura se recortó perfectamente contra la puerta, y él, inmediatamente se puso de pié con una sonrisa. Pero la sonrisa se borró en el acto y una mueca indefinida le fue bailoteando en la boca a medida que ella se acercaba, orgullosa, cruzando entre las mesas, sin prestar atención a las miradas ni a los cuchicheos, dejando enormes marcas de barro sobre la alfombra azul, chorreando agua, luciendo aquel vestido que ya era sólo un recuerdo blanco, cubierto de hojas marchitas y mancha marrones y grises que iban transformándose en largas hilachas de opacos cristales, semejantes a lágrimas. Esas lágrimas que no podían brotar de sus ojos celestes pero que estaban allí, en el fondo de la garganta.