La voz del pozo
Cada nuevo paso era un nuevo montón de hojas secas que crujían a sus pies, desplegando el manto de la inmensa alfombra verde y amarilla de ese suelo levemente mórbido. El otoño aún seguía desparramando su cabellera vegetal sobre su cabeza gacha que permanecía indiferente a esa incesante llovizna.
La laguna y su casa habían quedado atrás, y el bosque se abría ante sus ojos, pleno de árboles irguiéndose entre la bruma del atardecer y grandes claros donde algunos pájaros multicolores picoteaban indolentes sobre la tierra desnuda, en busca de alguna semilla olvidada o algún insecto solitario.
Más allá, cerca del horizonte, después de esa línea perfecta de árboles menudos y achaparrados, cerca de donde las frondosas cepas de los pinos milenarios y el cielo parecían fundirse en una sola bocanada, las montañas marcaban la frontera del dominio del bosque. Allí estaban, plenas de grises y azulados perfiles, gargantas profundas y picos afilados, siempre enmarcados por una constante sucesión de blancas nubes deshilachadas bailoteando al compás de un viento que, en el llano, apenas se notaba.
Hacia ellas caminaba, aún tenía por delante un largo camino, y su meta estaba demasiado lejos, tan lejos que podría decirse que recién había partido y que el verdadero viaje comenzaría recién cuando atravesase el arroyo y el paisaje ya le fuera desconocido.
Llegaría entrada la noche pero eso no tenia importancia, es más, sería una ventaja, nadie notaría su presencia ni le impediría acercarse de una vez por todas aquella mujer que lo estaría esperando anhelante, cálida y tierna, sabrosa y blanda, fresca y risueña, por primera vez.
El tiempo era benigno y tampoco tenía por qué preocuparse por el frío; la temperatura era estable y agradable, y así se mantendría por lo menos hasta que la estación de las lluvias cambiase radicalmente todo, y el frío terminase por descolgarse desde las nubes más gordas, y gobernase los campos del valle y los bosques de las colinas, durante los meses oscuros.
Lo único que podía llegar a entorpecer su propósito era el cansancio, pero estaba seguro que podría soportarlo; no era la primera vez que emprendía un viaje así de largo y estaba seguro que tampoco sería la última. Finalmente, lo único que tenía importancia era llegar, o más aún, haberse decidido a partir y a aceptar aquella invitación velada y tentadora, sobre la que tantos sueños había construido y sobre la que tantos sabores había imaginado paladear.
Se dejó llevar por la fantasía de la memoria. En otros tiempos, su vida transcurría lentamente, y el bosque y todos sus pequeños y secretos milagros se descorrían ante su ávida curiosidad de niño. Un nido vacío en el que aún perduraba un pequeño huevo manchado que jamás llegaría a ser alas; un conejo asustado pero no tanto como para permitirle acercarse hasta casi tenerlo al alcance de las manos; las bellotas cayendo desde los nogales y acumulándose a sus pies; la cristalina profundidad del río donde moraban los grandes peces de espesos bigotes.
Pero aquel tiempo había pasado y otras urgencias habían comenzado a sacudirle el alma con sus deseos cada vez más fuertes. Ya era inmune a la magia del bosque; ya no podía darse el lujo de la curiosidad. Lo único que podía hacer era olvidarse de aquellos recuerdos y continuar caminando sin dejar que los ojos se posaran en nada en particular. La única distracción posible era ella. Su cuerpo fatigado y apenas dibujado por la luz de una ventana entreabierta. Sus dedos enredadera, amarrándolo. El placer en donde descansar y olvidarse del resto de ese pequeño mundo de ambiciones y puentes que jamás terminaban de ser cruzados. La felicidad de una boca dispuesta a recibirlo y a enseñarle el verdadero camino. Ella, que lo guiaba a través de los valles, de los ríos tumultuosos, de las colinas. Ella, que era todo lo que necesitaba para saberse hombre, ser humano, alguien infinito y un poco más.
No muy lejos, otro hombre se preguntaba cuándo llegaría. Había estado esperando por mucho tiempo, demasiado tiempo; el sol había salido y se había puesto muchísimas veces desde la última vez, y su deseo se había transformado en hambre y en una necesidad impostergable. Por más que se asomara y escudriñase entre las sombras de los árboles, nadie se acercaba todavía, nadie en quien descargar ese peso que lo agobiaba y que ya se estaba haciendo insoportable.
Por más que se moviera buscando una posición más cómoda, las piedras, permanentemente húmedas y afiladas como navajas, se le clavaban una y otra vez en el cuerpo. Aunque tal vez, lo más doloroso no estaba en la incomodidad ni en la laceración del cuerpo, sino en esa espera que parecía no tener fin y a la cual estaba condenado. Debía resignarse y esperar que su destino se cumpliera y que, en algún momento, alguien, más allá de su voluntad se apiadara de su sufrimiento y lo relevara de aquella tarea ingrata; alguien que en su magnanimidad, pusiera fin a aquel desatino, o por lo menos que le permitiera saciar la sed y conocer brevemente el hartazgo, la saciedad.
En algún momento, cuando se dio cuenta que no había nadie que pudiera ayudarlo, nadie que pudiera contestarle, cuando lo único que podía hacer era seguir esperando el milagro, comenzó a gritar. Sus gritos le salían desde el fondo de la garganta, y pese a que su lengua no terminaba de atraparlos para transformarlos en palabras ininteligibles, sonaban como una súplica que ningún ser humano podría haber dejado de oír sin acudir en su auxilio.
Él ya se había levantado del tronco sobre el cual se había sentado a descansar por unos minutos, y ya había comenzado a caminar otra vez, cuando escuchó el lastimero llamado. El primer chillido pasó desapercibido. Los siguiente fueron más agudos. Se irguió y giró la cabeza de uno a otro lado, tratando de descubrir de donde provenía. Por fin decidió que el sonido llegaba desde su izquierda más o menos hacia donde un gigantesco roble se extendía hacia lo alto, enredándose con las ramas de aquello pequeños árboles que parecían formar su corte, y que quedaban empequeñecidos frente a su altura.
Caminó lentamente, guiándose por los gritos que cada vez se hacían más espaciados, como si quien los diese se estuviera cansando o hubiera llegado a la conclusión que eran inútiles.
En medio de un claro, enmarcado por algunos árboles altísimos, se alzaba un pozo de agua.
Se detuvo cerca y olisqueó el aire con cierto instinto animal, jamás había escuchado hablar de un pozo en esa zona, sin embargo, eso no era lo que lo inquietaba, el bosque encerraba demasiados pequeños misterios como para llegar a conocerlos a todos; había otra cosa que lo obligaba a extremar la prudencia, algo que le llegaba desde muchos siglos atrás, de cuando aún era un animal vagando sobre cuatro patas, algo que le impedía confiar.
Dos voces distintas retumbaban en su mente. Una le decía que debía acercarse y ayudar, costase lo que costase; la otra, la más fuerte y a la vez las más débil y vieja, le repetía una y otra vez una misma palabra: huir, huir, huir. Pero huir era imposible e ilógico. Huir era inmoral, inhumano.
El pozo se erguía solitarios en medio del paisaje. Era de piedra y estaba rodeado por una pequeña muralla circular que se elevaba unos pocos centímetros por encima del suelo sembrado de un musgo menudo y vivamente verde.
Se acercó porque no pudo pensar en otra cosa más que en los gritos que, indudablemente, provenían de su interior. Se asomó al borde, pero el interior estaba demasiado oscuro como para distinguir nada.
Gritó y una voz le contestó casi inaudible pero tranquilizada, como si su sola presencia significara la salvación. Pero él sabía que no era así, el hombre podía estar muy lejos de su alcance, cerca del fondo que no lograba verse; no tenía sogas ni nada que le permitiese alzarlo y buscar algo le llevaría demasiado tiempo, tal vez para cuando regresase ya sería inútil, el sonido de aquella voz le demostraba que cualquier pequeña demora sería el final.
No podía pensar con claridad. Todo se entremezclaba y giraba. Ella, el esperado encuentro, el pozo y su llamado alarmante, la mujer que quería amar hasta que el mundo estallara, la necesidad ineludible de auxiliar a su semejante. Y como si eso fuese poco, aquel penetrante olor a la muerte que salía de la profundidad y se esparcía a su alrededor.
Trató de pronunciar palabras de aliento y esperanza, era lo único que podía hacer aparte de confiar en la suerte, estirar el brazo y rogar que el hombre pudiera alcanzarlo.
Sus dedos quedaron bailoteando en el vacío pero no lograron rozar nada excepto el aire helado. No se dio por vencido, se asomó un poco más sobre la pared, tratando de mantener el equilibrio.
Por fin, sintió que otra mano pretendía alcanzar la suya o por lo menos, algo que parecía trasmitir un poco de calor humano se había acercado a sus dedos. Gritó con todas sus fuerzas para guiarlo. Al fin ambas manos se asieron y él trató de reunir fuerzas para izar al otro hombre.
Sintió el tirón, sin duda era pesado, pero con un poco de esfuerzo, no dudaba que lo lograría. Poco a poco lo fue alzando, aunque aún no lograba llevarlo hasta donde la luz le permitiera reconocer su cara y de esa manera infundirle una fuerza aún mayor a esos músculos que le dolían con pinchazos agudos de cansancio y tensión. Ya imaginaba la inevitable expresión de miedo, súplica y agradecimiento que seguramente brotaría de aquella cara desconocida.
Por fin, cuando ya creía que sus fuerzas lo abandonarían definitivamente, la mano de aquel otro hombre logró apoyarse en el borde de la pared y el peso disminuyó notablemente. Tiró con más energía, seguro del triunfo.
Arrodillado, lo tomó por los hombros. Sus ojos se miraron unos instantes antes que un alarido brotara de su garganta y sólo atinara a dar vuelta la cara y a alejar la vista de aquella horrenda presencia. Un manotazo, brutal y certero, lo empujó al fondo del pozo, totalmente inconsciente y a salvo de temores, odios o pasiones.
Su cuerpo quedó tendido, laxo y acurrucado sobre si mismo, apilado sobre los otros cuerpos desgarrados y definitivamente muertos, donde, de vez en cuando, sobresalía algún hueso muy blanco y completamente liso.
El hombre volvió a las profundidades y se acomodó sobre las osamentas. Tendría algunos días, tal vez, algunas semanas hasta que el hambre y la urgencia de hartazgo lo acuciaran y le despertar nuevamente de su eterno letargo.