Pito catalán

Pito catalán, con los dedos extendidos y el pulgar en la nariz. Pito catalán y siguió caminando hasta doblar la esquina, como todos los días.

Ella le sonrió, pero claro, cuando estuvo segura que él ya no podía verla. Le sonrió, cruzó la verja y entró en la casa, como todos los días.

En el salón, el reloj daba las cinco, no hacia falta mirarlo para darse cuenta. Él, unos cuantos metros más allá, detrás de las paredes, escuchaba el tañer discordante de las campanas de la iglesia, como todos los días.

El mundo seguía girando y girando, la vida era perfecta, dulce y hermosa, el aire era suave, apenas tibio, todo era maravilloso, armónico, deslumbrante, como todos lo días.

Estaban enamorados, tanto, como sólo se puede estar cuando se tienen doce años.

Qué fácil que es todo, qué sencillo resultan las cosas, la magia invade los aromas y espesa el aire. Qué importa si una maestra larguirucha y soñolienta se enoja y gruñe, o si la regla de tres sirve para calcular cuántos postes se necesitan para cercar un campo de tanto por tanto y que, encima, es un paralelepípedo romboidal o algo por el estilo. Qué inútil que resulta mover los dedos una vez y otra vez, y otra, para arriba y para abajo, solfeando una melodía que jamás empieza y que jamás termina. Cuántas cosas sin razón si lo único lógico, lo único válido, lo único que existe, son esos dos minutos de burlas apasionadas.

Poli tiene frío y anda descalza, es natural que sienta frío sobre las baldosas del patio, pero también es natural que el patio sólo sea patio cuando se anda descalzo.

Claro que también es natural que haya una madre, y una madre es eso que se festeja una vez al año y que está detrás del grito y que abre la boca muy muy grande para decir:

─ Poli, los zapatos.

Y así, es como se interrumpe la solitaria danza de Poli en el patio de baldosas, justo cuando sólo eran ella y aquel dulce aletear de los dedos de Rufo, dando vueltas en la memoria.

Claro que sabe que se llamaba Rufo, tanto como Rufo sabe que ella se llama Poli. ¿Cómo no saberlo, si viven ahí nomás, a unas cuadras el uno del otro, en el mismo barrio, en el mismo mundo?. Imposible no saberlo, imposible no saber que todos lo saben, y saber que saben es casi lo mismo que decirlo. Por eso no se dicen nada, no importa, total, ya saben.

Pero Rufo sabe más que Poli, o por lo menos eso es lo que él cree. Y es que él sabe que está decidido a decirlo en voz alta, porque necesita decirlo para escucharse decirlo y saber cómo suena.

También sabe que no puede durar para siempre, que alguna vez debe terminar, que la burla va a tener que transformarse en algo que aún no termina de definir, pero que está ahí, esperando.

Ya ha practicado frente al espejo. Ha imaginado desde la reverencia y el saludo, hasta la despedida, pero lo que no tiene claro es todo lo que debe ir en el medio. Y lo que lo asusta un poco, es qué pasará después, al día siguiente, los días siguientes, porque lo único seguro es que ya no habrá otro pito catalán ni nada parecido.

Mañana. Pero mañana es hoy y Rufo sólo hizo pito catalán con los dedos y siguió caminando como todos los días, y es que estar decidido a hacerlo y hacerlo, son dos cosas muy distintas, y total, siempre está mañana, porque mañana seguramente si.

Y Poli se dio vuelta con su vestido floreado y sonrió para si, como todos los días porque claro, ella hubiera querido que él, pero no, ni siquiera se atrevía a imaginar. Por eso sonrió, porque había tiempo de sobra, porque ella no sabía. Por eso es que Rufo no sonrió, porque él sí sabía.

Invierno y primavera son lo mismo si es que se debe mantener un rito. Sólo la lluvia o el sarampión pueden impedir la ceremonia de la ternura. Pero se sabe que todo termina por volver a su cauce natural, así que un día el cielo se despeja y la piel ya no pica y la fiebre se vuelve solo un mal recuerdo, lleno de pesadillas y sabor amargo en la garganta. El mundo, inevitablemente, continua como si nada. El recreo queda atrás.

Y el rito continuaba porque Poli lo aceptaba y porque Rufo no se atrevía.

Y siguió años, siglos, días, horas, al ritmo de los chicos que perciben los relojes como objetos sin significado. Duró hasta el final de las clases, y allí se acabó de pronto. Poli se fue a la playa. Rufo se quedó en la ciudad. Cada uno mascullando su impotencia, perdidos entre las hojas de un almanaque infinitamente lento.

Por supuesto, fue él quien tomó la decisión, o mejor dicho, quien decidió llevar adelante lo que había decidido hacia tanto. Y esperó con paciencia a que ella regresara.

Todas las tardes, sin falta, Rufo pasaba delante de aquella casa, listo para cambiar el gesto burlón por una sonrisa ensayada, listo para acercarse a ella y decirle hola, listo para todo lo que fuera necesario hacer.

Pero Poli no volvía. Hasta que, un día, un día cualquiera, un camión de mudanzas estacionó frente a aquella puerta que jamás había cruzado. Y Rufo supo que ya era tarde para cualquier cosa, para decidirse, para quedarse, para irse, para llorar. Hasta los dedos de sus manos le parecieron distintos, tan diferentes a aquellos que se movían inquietos mientras le hacían pito catalán a Poli.