Quien quiera que sea

Soy hijo de tantos padres que, aún hoy, pese a mi larga experiencia, me asombro frente a lo que considero una paradoja, mi completo equilibrio emocional.

Hace mucho que dejó de interesarme desenredar semejante madeja; no sabría decir si fue cuando ya no pude avanzar mucho más o cuando me di cuenta que, aún cuando llegara a una conclusión razonable, no lograría calmar mi sed ni sería feliz, si es que tal cosa pudiera ser posible.

El dilema en si es tan sencillo como complejo, podría decirse que lo evidente es la verdad, pero me resisto a creer que alguien tan tortuoso como Guy Sdarian, sea a quien deba adjudicarle mi nacimiento. No es que tenga nada contra él, simplemente no me gustó de entrada, y su biografía puede confirmar mi juicio respecto a su carácter.

Allí está, no es muy extensa pero es clara, seguramente alguien mucho más piadoso que yo, la expurgó de detalles escabrosos. Aún así, puede afirmarse que era un hombre tosco, pueril y sádico al mismo tiempo, vanidoso hasta lo exasperante y, sumamente torpe.

No voy a juzgar su calidad como escritor, eso iría contra mi mismo; debo aclarar que mi reticencia es algo totalmente personal y, lo reconozco, un poco irracional. Sin ánimo de repudiarlo, siempre me incliné a considerar como mi padre a un desconocido obrero, salvo que Lüther & Son sea el nombre de una persona específica y no el de una sociedad comercial, cosa que dudo. Pero este razonamiento tampoco es muy convincente y se basa sólo en algo así como un deseo.

También he especulado con otras posibilidades. Ya lo dije, podría considerar como mis padres a los dueños de las manos que trabajaron componiendo mi tipografía, o a quien encuadernó mis hojas, no muy bien, debo aclarar, ya que sufro una malsana tendencia a deshojarme, y presiento que mi fin va a ser algo así como una terrible desarticulación de mi yo en decenas de partículas que vagarán eternamente solas, sin más vínculos que algún recuerdo indefinible y etéreo de lo que alguna vez fueron.

Ese futuro ya es algo que alcanzo a vislumbrar. Hace mucho que varias de mis páginas centrales desaparecieron en una mudanza, y he perdido toda esperanza de recuperarlas, aún cuando, de tanto en tanto, siento percibir algo de ellas, algo así como imágenes vagas de árboles y niños bullangueros, una anotación sin sentido, un montón de basura y cosas por el estilo. Para ser sincero, no se ha perdido mucho, sólo una aburridísima descripción de una casa señorial de aquellas de otro siglo, totalmente inútil a los efectos de comprender la trama.

De cualquier forma, me siento orgulloso de ser lo que soy. Es verdad que a veces sueño con ser otro, pero, ¿quién no?, sé que no es fácil ser una novela de amor y se requiere mucha entereza para sobrellevar una vida como la mía. Bueno, no tanto, no quisiera exagerar, al fin y al cabo, mucho no me importa, mi carácter es bastante tranquilo y pienso que me resultaría imposible ser un diccionario o cualquier otra obra de consulta, el solo sentirme manoseado constantemente me resulta muy chocante.

Pero claro que no podría despreciar transformarme en algún clásico, en un incunable, o en un original, aún cuando tuviera que soportar un enclaustramiento casi enfermizo en una atmósfera pura y técnicamente acondicionada. Por lo menos, me vería libre de las opiniones de mis lectores ya que ninguna persona sería capaz de juzgarme mal, por temor a que lo tildaran de ignorante o algo parecido.

No puedo dar excusas por ser lo que soy, no me corresponde hacerlo, pero tampoco quisiera que me endilgaran la responsabilidad de lo que contengo. Yo soy eso pero también soy mucho más. No sólo soy el amor con que Susana escribe esas primeras cartas, allí, casi al comienzo de la novela. Ella ya no se siente atada al juramento matrimonial ni al fugaz cariño que alguna vez sintió por su esposo, ni siquiera al amor reverente que siempre le inspiró su padre y todo lo que él significaba: poder, dinero, futuro, pasado, alcurnia, etc, etc, etc.

Nadie podrá juzgarla mal, salvo algún depravado de esos que nunca faltan, pero ellos no me preocupan, sé que al llegar a este punto, cuando la historia parece comenzar a definirse, abandonan la lectura y nunca más la retoman.

Susana tiene razón no caben dudas, lo puedo afirmar con total certeza, he meditado mucho sobre ello y, ¿qué otra alternativa tenía? Conociéndola como la conozco, hubiera terminado suicidándose o dejándose morir, que es lo mismo. Además, Juan me cae bien, en cambio ese tal Richard, el esposo, es un tarambana repugnante al que sólo le interesan el poder y la vida lujosa que puede comprarle el dinero. Debe ser por ello que se lleva tan bien con el Señor Sargot, el padre de Susana. Parecen cortados por la misma tijera. Es una lástima que la madre de Susana haya muerto al nacer ella porque, aunque mucho no se diga, me atrevería a afirmar que era tan infeliz como su hija, por lo menos, hasta que conoció a Juan.

De él no puedo decir mucho, lo conozco poco, tanto como cualquiera que en el tercer capítulo se haya dado cuenta que, en realidad, ni Susana lo conoce. Sólo se comunican por carta, a través de una simpática viejita que se gana unas monedas haciendo de mandadera mientras vende baratijas por la calle. Jamás entenderé por qué mi autor gastó tantas páginas, treinta, si no las conté mal, para describir a aquella mujer hasta en sus más ínfimos detalles. Su vida, sus hijos enfermos y una sarta de calamidades que, en realidad, no valían más de dos o tres renglones. Claro está que semejante ahorro de grandilocuencia no encajaba con el carácter tan detallista y puntilloso de mi susodicho supuesto padre, hombre dispuesto siempre a esconder lo esencial tras una cortina de adjetivos y participios.

Más de un bufido tuve que soportar por su causa, pero algunos persisten y salteándose renglones y hasta hojas enteras, prosiguen leyéndome, casi temerosos de encontrarse otra vez con alguna de esas interminables peroratas. No voy a decirles si el esfuerzo que significa proseguir vale la pena o no, eso sería violar mi código de ética personal, pero si alguna vez lo intentan, se van a enterar que Juan es un hombre desconocido, aparentemente joven, que conoce a Susana de vista, y que está perdidamente enamorado de ella.

¿Por qué no se da a conocer? Sólo él lo sabe. Timidez, miedo, respeto, cualquier respuesta es válida. No creo que sea falta de espíritu, es evidente que su paciencia demuestra un temple formidable. No le fue fácil conseguir que Susana aceptara mantener correspondencia con él, y su tenacidad, si bien se ve recompensada desde el comienzo de la novela, no cabe duda que es producto de un largo peregrinaje y un auténtico cariño.

Juan es sincero, simpático y sabe escuchar, tres cualidades que Richard no posee. Mucho más no sé, hasta sospecho que encubre su verdadera identidad. Ella también piensa lo mismo, allá por la mitad del libro, se lo pregunta directamente, pero, por supuesto, él no le contesta.

¡Cuánta angustia provoca aquella duda! Quien más, quien menos, todos mis lectores se consagran a esa fiebre que les impulsa a mirar a través de los ojos de Susana, tratando de descubrir en algún otro personaje un signo, una clave, una señal furtiva que descifre el enigma. Pero dudo que mi autor se interesara en ello, mas bien parece aburrirse y le da un corte definitivo, haciéndole decir a Susana en voz alta, cuando está sola en su dormitorio, que no le importa saber quién es Juan y que no quiere traicionarlo, delatándolo ante los demás, ni dudar de su palabra de caballero.

Entre nosotros, les digo que no es sincera. No hay ninguna razón valedera que me impulse a decir esto, pero ustedes tampoco le creerán y pensarán que hay algo que quedó inconcluso. Justo cuando la historia comienza a tener sentido, parece que el autor tira todo al demonio y se dedica a destruir, sistemáticamente, una trama que era endeble, pero que, de golpe, se había vuelto interesante.

Tal vez saber que esta fue la primera novela que escribió les sirva a ustedes de algo para comprender su negligencia y mi desconsuelo. Si no es así, les digo también que fue la última ya que la muerte se apiadó de sus futuras víctimas y lo eliminó en una de las tantas batallas de fines de siglo.

Pero, habiendo llegado hasta acá, es fácil continuar, casi no hace falta la voluntad, la inercia es más fuerte que ninguna otra fuerza, y además, la falta de algunas hojas hace que uno se precipite hacia el final como si estuviera cayendo en un precipicio, total, parece mejor dejarse llevar que resignarse a olvidarlo todo, al fin de cuentas siempre, después de todo abismo debe haber un fondo, y mucho más en este caso, donde ese fondo es obvio, porque la palabra fin de la última página no deja la menor duda que existe una salida y no un infinito descenso.

Tal vez todos estemos equivocados y la historia sea solo un ejercicio que la fortuna transformó en novela impresa, eso a mi no me importa porque, al fin de cuentas, a ello debo mi existencia y sería muy injusto de mi parte renegar de ella.

Es fácil hacerlo si uno es un personaje de una novela de amor. Susana lo hace a cada rato, pero para mi, eso no conduce a nada y lo prueba el hecho que, cuanto más llora su secreto amor, más perdidamente anclada a la vida permanece. Y hasta es capaz de matar, como sueña en las noches. Pero nunca habla de matarse ella, cosa que sí dice Juan en una de sus cartas, aunque un poco más tarde se arrepiente y le pide perdón por la pena que pudo haberle causado.

Lo incomprensible es que Richard permanezca en babia. Yo lo consideré siempre un miserable, pero nunca dudé de su inteligencia, así que no entiendo como es incapaz de no darse cuenta de los cambios que sufre Susana. Y no es que sean sutiles, son obvios, pero él permanece tan distante como si nada, como si una traición fuese algo que está totalmente al margen de cualquier consideración.

Y el autor tampoco hace mucho al respecto, al contrario. Uno desearía que algo le pasara, aunque sólo fuera para que entendiera lo que es sufrir en carne propia aquello que causa constantemente. Sin embargo, cada vez es más rico, más poderoso, más exitoso. Uno espera que, al final, como a todo villano que se precie de tal, el mundo se le venga encima. Nada de eso ocurre. Nada. Y encima, Richard es honesto, ni siquiera ese lujo se nos permite, ni siquiera podemos odiarlo por algo más que porque hace infeliz a su esposa y ella se merece algo mejor.

Susana, Susana se merece todo ¿Quién no puede sentir su dulzura en cada palabra que escribe? ¿Quién no puede adorarla y sentir deseos de protegerla? Por mi experiencia, puedo decir que muchas cosas he sentido cuando me leían, pero jamás, al llegar casi sobre el final, sentí algo que no fuera compasión por su dolor.

Pocas cosas son tan terribles para un libro como saber que, en cualquier momento, nuestro eventual dueño terminará su lectura. Se siente un vacío inmenso, un vacío que dura todo el tiempo que sabemos que él nos recordará, que continuamos dando vueltas por su alma sin que lo note. Pero después, cuando es seguro que ya no nos pertenece, el vacío desaparece y se transforma en algo que no puedo describir con certeza; algo parecido a morirse pero peor; algo que es espera, que es incertidumbre, que es un largo sueño, una especie de letargo del que sólo una mano y una mirada podrán rescatarnos.

Pero es peor en mi caso. Cuando todo parece deslizarse hacia un inevitable encuentro, el mundo se desmorona, explota, se desvanece en un sinfín de preguntas sin respuesta. Tanto planificar aquello que no es más que una huida, una reunión furtiva, la primera y tal vez la última, tanto especular en cómo será aquello que imaginamos sublime y necesario, tanto deseo para que una nueva carta interrumpa todo.

Un viaje, dice Juan. Un viaje largo e impostergable. Llora Susana. Juan promete volver, nadie lo duda, ni siquiera ella, pero todos sabemos que jamás podremos asistir a su encuentro ni participar de su felicidad, sólo falta doblar una última página y ese es el final. Todo termina.

Sin embargo, ese que no puedo reconocer como mi padre, aquel que nos ha hecho sufrir con la historia y con sus propias limitaciones, nos reserva otra trampa.

Demás está decir que yo también caí en ella y que sigo cayendo una y otra vez. Es obvio, casi infantil, pero en su puerilidad está su sordidez y nuestra perdición.

No usa muchas palabras, por primera vez en todo el libro, es sintético, casi parco. Nos muestra a Richard con la mujer vieja, la mandadera, entregándole un manojo de billetes y una carta recién escrita por él y que, sabemos, firma con el nombre Juan, como todas las otras, como cada una de las que ha enviado a Susana durante tanto y tanto tiempo.

No traten que yo les explique sus razones, Richard es un hombre y eso me impide terminar de comprenderlo. Sin embargo, jamás dejé de envidiar su suerte. No sé si es amor lo que siente por Susana. No sé si lo que yo siento es amor por ella, pero ella lo merece todo, se merece ser feliz, se merece a Juan, quienquiera que sea.