Sentimental
La primera vez lo había hecho casi sin pensarlo, maquinalmente, como una de esas tantas otras cosas sobre las que se toma conciencia mucho tiempo después, cuando los resultados se hacen demasiado evidentes.
Nunca había sido una de esas personas simples y algo huecas que se dejan llevar por lo que sienten. Jamás se había resignado a dejarse gobernar por impulsos o meros instintos. Siempre había necesitado analizar los problemas y las situaciones antes de sacar alguna conclusión, alguna verdad exacta y perdurable. Muchas noches, antes de echarse a dormir y caer en manos del sueño, se recostaba sobre la almohada manoseada y comenzaba a desmenuzar hasta el infinito, todas y cada una de sus acciones, de sus sentimientos, de sus preguntas y de sus respuestas, hasta confirmarlas o negarlas, sin puntos intermedios. Aprendía qué decir y cómo decir; así, la vida se amoldaba dócilmente a sus razonamientos y dejaba de ser, por lo menos por unos instantes gloriosos, esa inoportuna improvisación del andar y andar como un tren enloquecido, atravesando túneles y más túneles, todos oscuros, siniestros y peligrosos.
Corregir errores y evitar futuras equivocaciones era una buena manera, tal vez la mejor, de transformar los posibles fracasos en probables triunfos. Lo único que importaba, lo repetía una y otra vez a todo aquel que quisiera escucharle, era la verdad, la verdad absoluta, la verdad pura y serena que sólo podía ser producto de una análisis concienzudo de la vida diaria.
Pero nunca antes de aquella primera vez, había llegado tan lejos, a tal grado de perfección. Y lo había hecho sin mayor intención, casi por casualidad. De pronto se había encontrado con que tenía entre los dedos largos y flacos de su mano derecha, un pequeño sentimiento, aleteando como una mariposa recién atrapada, intentando deshacerse de su eventual captor para retornar libre y poderoso al alma, de donde probablemente, nunca hubiera debido salir. Pero allí estaba, por fin a merced de la inteligencia, listo para ser estudiado, exprimido y disuelto en miles de pequeñísimas porciones digeribles y asimilables.
Tardó varias horas en concluir su tarea. Muchas veces tuvo que recomenzar de cero porque había cosas que escapaban a su domino, pero, por fin lo logró. Y cuando ya sólo quedaban migajas de lo que alguna vez había sido una incógnita, se sacudió las manos y se durmió plácidamente, con el sueño negro y vacío de los justos.
Había dormido un par de horas pero, al despertarse aquella mañana, no sintió cansancio alguno, sólo una gran tranquilidad, una extraña paz que no lo abandonó por varios días, ni aún después de intentar repetir la experiencia y fracasar rotundamente.
Por muchos días las cosas permanecieron igual, fracaso tras fracaso y la esperanza comenzó a tambalearse porque la normalidad había comenzado a ser rutina. Cuando ya no quedaba nada que le permitiese pensar que aquel milagro volvería a repetirse, una noche, de puro aburrido, lo intentó nuevamente y, casi sin proponérselo, lo consiguió.
Allí estaba, entre sus dedos temblorosos, como la primera vez, igual pero distinto, tan solitario y tan impredecible como cualquiera de ellos. Sólo una cosa terminaba por distinguirlo del otro, este era manso, sumiso, siempre dispuesto a cumplir sus órdenes y a doblegarse bajo su voluntad.
En apenas unos minutos, terminó por reducirlo a nada, a algo que quedaba flotando sobre la colcha, algo que ni siquiera era un poco de polvo. Había sido un trabajo arduo pero placentero, en algún momento se imaginó estar viendo aquellas gallinas que en la infancia, iban quedando desnudas a medida que su abuela les iba quitando las plumas, a veces brillantes, a veces opacas, hasta que el animal quedaba transformado en cualquier cosa menos en ese otro animal que correteaba en los fondos de la casa, picoteando el suelo de tierra en busca de algún grano olvidado.
Desde entonces, cada vez le resultaba más fácil atrapar alguno de sus sentimientos, colocarlo frente a si y dominarlo con su pensamiento, hasta que ya no quedaba nada de él y terminaba destruyéndose en el vacío, desapareciendo en la oscuridad, en medio de una etérea nube de humo azulado.
A veces eran lo suficientemente dóciles como para que se atreviese a soltarlos y a dejarlos revolotear sobre la palma de la mano mientras los iba aniquilando lentamente. Era entonces cuando el placer se volvía artificial y vano; sin resistencia no había deseo; todo era simple, laxo, llano. Las preguntas obtenían una respuesta inmediata, la voz siempre sonaba monótona, el ritmo era constante y aburrido.
Otras veces, en cambio, necesitaba emplear todas sus fuerzas para dominarlos. Entonces, debía mantener el puño cerrado para impedir que se escaparan. Muy de vez en cuando, se encontraba con algunos lo suficientemente violentos y corrosivos como para sentir como le aguijoneaban la mano y trataban desesperadamente de penetrar a través de la piel, lacerando la carne y haciendo fuerza para subírsele por el cuerpo y atacarlo, desgarrarlo, aniquilarlo a él, a él que era su amo y que siempre terminaba por doblegarlos y vencer la resistencia.
Esas batallas lo dejaban exhausto, sin aliento, listo para caer en el sueño reparador, pero a la vez, imposibilitado de cerrar los ojos y dejarse ir. Sin embargo, era entonces cuando más feliz se sentía, cuando más gozaba de su poder. La lucha lo llenaba de esperanzas de una vida mejor, lo hacía sentir que podía buscar más y más y más, hasta el infinito. Y era entonces cuando se daba cuenta que aún había pequeñas trampas que sortear. Algún día, pensaba, suspiraba, se enojaba, algún día.
A medida que iba aprendiendo a hacerles notar su fuerza, más y más caían en sus manos y se entregaban a aquel juego que se había transformado en su única fuente de alegría. Sabía que todo lo que pudiera sentir estaba bajo su dominio y que, inevitablemente, llegaría un momento en que terminaría por destruirlos a todos y se libraría de interferencias e impurezas.
Por fin, después de largos y agotadores años de búsqueda, se fue dando cuenta que cada vez era más difícil, que no fracasaba pero que le era muy complicado atrapar alguno de aquellos efímeros latidos que llegaban y se iban tan rápidamente que resultaba imposible asirlos.
Tal vez, la respuesta era que simplemente se estaba quedando vacío y aquel pensamiento lo disgustó. Ese era el final al que había querido llegar pero no podía dejar de pensar; ¿y ahora qué?, ya no había razones para seguir viviendo, ya no le quedaba nada más. Inmediatamente atrapó aquello entre los dedos y tuvo una noche más de respiro. Después, se olvidó de sus preocupaciones y se limitó a esperar con paciencia hasta que también aquello terminó y la espera se transformó en algo sin significado.
Una noche, tal vez una noche igual a aquella primera noche, casi por casualidad, sintió otra vez el aleteo palpitante entre los dedos y, sin el menor gusto a pasión por lo que iba a ser, comenzó a analizarlo con cuidado, sabiendo que no había muchas oportunidades y que por lo tanto no debía desperdiciar ninguna de ellas.
Cuando alcanzó a percibir que ya no había nada entre los dedos y que había terminado su tarea, abrió las manos y dejó escapar un suspiro que nada significaba, tal vez sólo un recuerdo vago en el fondo de la conciencia.
Se recostó sobre la almohada y así permaneció, con los ojos abiertos sin que una sola chispa de vida brotara de ellos; hasta que llegó el día y el sol atravesó la ventana con toda su fuerza. Se levantó maquinalmente, y antes de comenzar a vestirse, miró otra vez su mano vacía y extrañamente pálida. Ya no recordaba cuál había sido aquel último sentimiento y a decir verdad, no le importaba; sabía que no sólo había sido su última conquista sino que también había sido lo último que le quedaba.
Tal vez en otra época se hubiera entristecido, pero ya nada podía afectarlo. Se restregó las manos con fuerza, tratando de volverlas a la vida, pero la sangre se negaba a volver a circular con la misma fuerza que antes. Nada importaba, nada tenía significado, ni siquiera podía darse el lujo de sentir pena por si mismo. La vida continuó como todos los días, salvo que él no se dio cuenta.