Sin preguntas

El Rector era un hombre duro, de modales ampulosos y bigote negro y espeso. Vestía siempre de oscuro, zapatos recién lustrados, traje impecable y corbata haciendo juego, sombrero de ala ancha y bastón en las grandes ocasiones en que debía recibir a alguna personalidad importante o simplemente se sentía con ganas de mostrarse ante los demás.

Era en esos días cuando recorría el colegio en una especie de peregrinación que ponía a todos en vilo. Dentro de ese frenesí, el Rector se sentía feliz, recibía muestras de devoción y respeto en cualquier lugar que entrase y eso lo satisfacía tanto como el saberse aborrecido y temido; sabía que el terror era el mejor signo de una obediencia absoluta.

"Muéstrenme alguien que sea odiado, y yo les mostraré un triunfador"; solía decir a sus subalternos cada vez que le daban la oportunidad de desplegar su verborragia ilimitada.

Y era en esos momentos cuando las opiniones con respecto a él y su capacidad, se dividían aún más, hasta transformarse en irreductibles, en meros abismos que ni uno ni otro bando se atrevían a cruzar por miedo a ser calificados de traidores.

Por un lado estaban los que lo consideraban una especie de monstruo prehistórico, tan anticuado y lastimoso como un dinosaurio. Un ser preso de sus propios límites, incapaz de evolucionar. Eran por lo general jóvenes y todos tenían en común haber ingresado al colegio recientemente; llegaban imbuidos de una retórica muy distinta, ni mejor, ni peor, simplemente distinta. Por lo tanto, se sentían víctimas de algún hechizo burocrático que los había hecho caer bajo el influjo de ese hombre del que se reían a escondidas pero al que temían tanto como a cualquiera de sus propios demonios.

En el otro bando, estaban los adulones, los fanáticos, los acólitos, la corte. Lo reverenciaban y no permitían que fuese atacado bajo ningún aspecto. Sin embargo, este bando no era uniforme. Unos, simplemente lo admiraban desde un punto de vista intelectual, querían ser pero no podían; otros, lo usaban y se dejaban usar, estos eran seres despreciados por todos pero soportados según las conveniencias circunstanciales, eran capaces de cualquier cosa con tal de seguir mereciendo el trato familiar del Rector que, parecía no enterarse de semejantes escarceos o simulaba no verlos, nada más que para no tener que rebajarse a arbitrar en tan mundanas cuestiones.

En ese bando, o tal vez en un tercero, siempre en discordia con los otros, estaban los que no sólo admiraban al Rector, sino que lo ponían sólo un escalón debajo del propio Dios. En ese bando militaban fervientemente Perpetua, la de Escalada y el portero del colegio, un viejo llamado Diógenes que jamás se juntaba con los otros, no porque él no quisiera, sino porque los demás no se lo permitían.

Perpetua y la de Escalada eran profesoras del colegio desde muchos años antes de la llegada del rector. "Si es que podía llamarse colegio a este lupanar" decía Perpetua cuando recordaba aquellas épocas.

"Un verdadero lupanar" asentía la de Escalada, dando un giro a su cabeza para pescar al vuelo cualquier mirada sarcástica o irrespetuosa.

"Y el rector cambió todo" insistía una.

"Así es" afirmaba la otra.

A él le debían el orden, la tranquilidad, la disciplina que imperaba en las aulas, y las excelentes referencias que se tenían del colegio; por lo tanto, eran sus incondicionales defensoras, sus más aplicadas discípulas y a él estaban entregadas de todo corazón.

"En cuerpo y alma" solía burlarse Oroño, el profesor de álgebra.

"Sólo en alma" aplaudía la señorita Laura, secretaria y jefa del archivo "ellas no tienen cuerpo.

Y todos se reían, incluso algunos del bando de los acólitos, gente que no se caracterizaba por su lealtad y que sólo se mostraba prudente a la hora de recibir prebendas o solicitar favores.

Perpetua era profesora de química, la de Escalada era profesora de música, ambas poseían otras cosas en común, no sólo la devoción insobornable hacia el rector. Las dos eran solteras (inevitablemente, acotaría la mordacidad de la señorita Laura), vivían solas y carecían de amistades entre sus compañeros de trabajo. Aunque eran vecinas, sus relaciones se limitaban al ámbito del colegio, y en más de veinte años, jamás se habían visitado o llamado por teléfono.

Nadie se había quejado de ellas, jamás habían protagonizado un escándalo ni mucho menos. De ellas podía hablarse en muchas formas, hasta con indiferencia, pero jamás hubiesen osado suponer que un día, Perpetua y la de Escalada comenzarían a gritarse en el baño de damas, continuarían haciéndolo en el patio, durante el recreo largo, seguirían en la sala de profesores y, sólo se callarían ante la presencia del Rector que, muy preocupado, había salido de su despacho para ver qué era lo que estaba sucediendo.

Nadie supo cómo se había originado semejante discusión. Opiniones había muchas, suposiciones, aún más. Sólo tres personas lo sabían, ellas y, por supuesto, el Rector, que se ofreció como mediador y se encerró en su despacho para tratar de dilucidar la situación.

En realidad, había otra persona, el viejo Diógenes, que todo lo sabía y que nada de lo que pasaba en el colegio le era desconocido, ni aún aquellas cosas que trataban de ocultarse por miedo o por vergüenza. Pero que él lo supiese no tenía importancia alguna, porque podía confiarse a ciegas en que jamás revelaría nada

Se cuenta que en el despacho, las dos volvieron a trenzarse y esa vez llegaron hasta los insultos. Nada parecía escapar a la furia y comenzaron a recriminarse cosas que habían sucedido muchos años atrás, tantos, que generalmente, una de ella no los recordaba.

Parecían haber estado recopilando minuciosamente hechos y agravios circunstanciales durante veinte años, con el sólo fin de tenerlos listos y afilados para arrojarlos en determinado momento. Ese momento que ambos habían estado esperando y que al fin había llegado.

El Rector estaba sorprendido por aquel caudal de rencores. Fue por eso que, en un principio, sólo atinó a dejarlas hablar sin intervenir, pero su estrategia tuvo que ser modificada cuando los ánimos llegaron hasta el borde mismo de la agresión física. Sólo entonces, como por arte de magia, fue empezando a comprender las razones que motivaban aquella pequeña guerra y se animó a dejar oír su palabra. Sabía que iba a ser la ultima, la definitiva y, por lo tanto, debía ser justa para ambas.

"Esto sólo puede resolverse de una manera" dijo muy circunspecto, mientras se afinaba la punta del bigote, signo inequívoco de su preocupación.

"Eso es lo que yo pienso" dijo Perpetua.

"Usted decide" dijo la de Escalada.

"Pues entonces, estamos de acuerdo".

Como siempre, todo estaba encarrilado. La tensión bajó. Perpetua y la de Escalada se calmaron y pudieron salir del despacho sin signos visibles de lo que había pasado. Afuera las esperaban los demás profesores que se arrojaron sobre ellas, haciéndoles miles de preguntas que, por supuesto, no contestaron. Y ese día pasó sin otra novedad.

Durante la noche, el colegio tenía un aspecto diferente. Sin el bullicio de los alumnos y sin el ir y venir de los profesores, todo entraba en un letargo sombrío que era difícil de imaginar y que a muy pocos agradaba.

Por supuesto, siempre había alguien trabajando. Primero, el Rector, infaltable, que se iba muy tarde, generalmente después de las diez; algún que otro profesor que permanecía hasta casi las nueve tratando de terminar un informe, corrigiendo pruebas o cosas por el estilo. Y, claro está, Diógenes, que deambulaba por los pasillos y las aulas, poniendo todo en orden, vigilando, o simplemente vagabundeando insomne como un animal que recorre sus dominios por el simple placer de sentirse dueño de algo.

Perpetua y la de Escalada esperaron hasta pasadas las once. Todo estaba listo, todo había sido arreglado para que no hubiera otro testigo más que el Rector que, sentado en su escritorio, haría las veces de árbitro.

Partieron del aula de música caminando una al lado de la otra. Recorrieron el pasillo largo y salieron al primer patio. Allí comenzaron a apurar el paso y fue Perpetua la que entró primero al laboratorio de química. La de Escalada la seguía de cerca, tratando de no quedarse muy atrás. Se sentía un poco incómoda porque aún llevaba la cartera en la mano y le molestaba el golpeteo que hacía una y otra vez contra sus piernas.

Se deshizo de ella en el primer banco. Así liberada, alcanzó a Perpetua cuando salían de la sala de reuniones. Ya era más sencillo mantenerse a la par y Perpetua debía empezar a transpirar en cualquier momento, por lo que sus anteojos comenzarían a resbalársele sobre la nariz, distrayéndola, obligándola a calzárselos una y otra vez.

Cruzaron el patio grande trotando, manteniendo el ritmo, juntas otra vez, sin poder sacarse ventaja. Ahora se miraban de vez en cuando, se espiaban tratando de adivinar qué iba a hacer la otra, cuán cansada estaba y cuánto resto tenía. Se medían las fuerzas y de sus ojos salían palabras que sus bocas no podían pronunciar.

Perpetua y la de Escalada cruzaron la puerta de entrada y salieron al jardín casi corriendo. Una arrastraba un poco los pies, la otra parecía renguear de la pierna derecha.

El Rector se asomó a la ventana, la única iluminada en el frente del colegio. Desde allí las vio correr a través del jardín, tratando de no tropezar, manteniendo el aire, luchando contra el cansancio, intentando guardar sus fuerzas para después. Era difícil pronosticar un resultado. De cualquier manera no importaba.. Ganase quien ganase, él no sufriría.

Perpetua y la de Escalada ya trepaban a la verja, esquivando las agudas puntas, aferrándose con uñas y dientes al resbaladizo metal. Luego, bajarían y seguirían corriendo hasta perderse en los matorrales a orillas del río, Allí, después que terminasen su discusión, una de las dos podría descansar unos momentos antes volver.

La otra, quién sabe, tal vez Diógenes tuviera que levantarse más temprano que de costumbre y acabar de hacer desaparecer los últimos rastros de eso que podría haber sido un acontecimiento único pero que nadie conocería. Nadie, excepto esos dos hombres que, por distintas razones, esperaban que una de las dos regresara.