Un amor de espuma

Sobre las sirenas es mucho lo que se ha dicho, algunas cosas son ciertas, otras son falsas, pero la verdad es que ninguna de ellas es capaz de develar un misterio tan profundo y tan antiguo como la propia existencia de los hombres. Poco importa conocer esos secretos, bastan la imaginación, una poco de poesía y un leve toque de locura para entender sus vidas y ponerlas en palabras; eso, que es lo único que es capaz de entender la gente común.

De más está decir que la tarea es prácticamente imposible, a menos que uno se llame Balboa y sea un marinero allá por principios de siglo, una época en que se vivía haciendo equilibrio entre el romanticismo y la fiebre de un futuro que avanzaba, destruyendo todo lo que se le oponía.

Balboa, ya viejo, ya muy cansado, volvía de su último viaje a través del océano llevando un cargamento de hojas de palma y algunos cientos de barriles llenos de aceites olorosos y espesos, tan exóticos como los lugares de donde provenían. Era un hombre aparentemente feliz, si es que se puede ser feliz siendo marinero; de pocas palabras, sencillo en sus maneras, prudente en sus placeres, perseverante, tozudo hasta decir basta y, un enamorado de las sirenas.

Todos se burlaban, un poco porque a veces, cuando había tomado de más, era incapaz de hablar de otra cosa, y un poco porque no se enojaba nunca con sus compañeros, él sabía que ellos lo apreciaban y que en el fondo, era un hombre respetado.

Claro que no podía ser de otra manera. Pocos habían navegado tanto, pocos habían corrido tantas aventuras y habían conocido tantos lugares. Pocos habían sobrevivido a naufragios y a temporales, a hambrunas y a ataques de piratas y salvajes. Pocos había que pudieran comparársele en experiencia y sabiduría. Pero Balboa sufría la más grande de las humillaciones, él, que tanto las amaba, jamás había visto una sirena.

¿Cuántos hombres, jóvenes y viejos, había conocido en su vida? ¿Cientos?, ¿miles? ¿Y cuántos de ellos habían visto una sirena? Unos, pensaba Balboa, mentían, pero algunos pocos las habían visto, sin lugar a dudas las habían visto. Él lo sabía, aunque trataran de engañarlo o de confundirlo, él lo sabía y por eso sufría. Se creía maldito. Se sentía vencido.

Se pasaba las horas apoyado en la barandilla del barco, oteando el horizonte, buscando una señal. A veces, se erguía en toda su estatura y entrecerraba los ojos para tratar de ver mas allá, y la espuma de las olas eran perlas que se hundían en el agua, y volvían a aparecer un poco mas cerca, un poco mas lejos, siempre distintas, siempre iguales.

Por las noches, cuando la luna iluminaba el mar, se sentaba en la proa y esperaba, esperaba en vano, esperaba triste, esperaba solo.

Mas allá del mascarón de proa, el agua se volvía un infinito espejo trizado por las olas, y Balboa trataba de comprender su suerte y rogaba en silencio para que, alguna vez, una sombra saliese de las sombras y le sonriese desde lejos, con esa sonrisa que, sabía, lo llenaría de un amor tan perfecto y tan puro que nunca más estaría solo. Y entonces, la muerte ya no sería esa tormenta amenazante sino un beso tranquilizador.

Lo que Balboa no imaginaba era que muy cerca suyo, afuera, flotando en las profundidades, sumida en la más extrema oscuridad, ella, también sufría.

Se llamaba Val, pero su nombre no significaba nada, sólo una suma arbitraria de letras que servían para ser pronunciadas. Era una sirena, dueña del mar, de todo eso que la rodeaba, señora de un reino que jamás terminaría de conocer, ama de las algas y los peces, de los corales y los abismos, poseedora de todo. Y lloraba. Lloraba en silencio, como todas las sirenas, pero su llanto hacia resonar las piedras de las profundidades, y, tal vez, era eso que Balboa creía percibir, un murmullo melancólico que era incapaz de comprender.

Val sufría porque estaba sola. Su raza ya sólo era un recuerdo, una estirpe en extinción, como tantas otras. Val sufría porque no podía hacer nada para remediarlo. Val sufría porque estaba enamorada de un imposible. Algún perverso Dios se había ensañado y vomitaba su rabia condenándola a la soledad.

Val no era joven, si es que las sirenas tienen edad y si es que la edad puede significar algo. Durante muchos años había remoloneado entre las olas, cantando al aire de la madrugada, esos cantos que sólo las sirenas conocen y que pasan de generación en generación, de boca en boca. Durante muchos años había jugueteado entre las algas de las orillas y contemplado con indiferencia la vida paupérrima y tosca de aquellos seres sin escamas que poblaban las tierras y que, algunas veces, se atrevían a cruzar por sus dominios en aquellos maderos de velas al viento. Ella no les temía ni los odiaba, mas bien sentía piedad por sus miedos evidentes, por su falta de libertad, por su pequeñez.

¿Y ahora?, pensaba Val, ahora los envidiaba, porque se había enamorado por primera vez.

Y su amor estaba allá arriba, podía sentirlo, lo había seguido de un extremo a otro del océano, le había cantado en silencio, temerosa que la escuchara. Sus esperanzas se limitaban a acompañarlo en la travesía, muerta de dolor, mordiéndose los labios hasta sangrar, llorando cada vez que se ponía a pensar en que feliz sería si alguna vez, solo un instante, su amor se le acercara y le regalara aquella sonrisa que tanto anhelaba, esa sonrisa que la colmaría con el placer mas intenso y la haría estremecer hasta sentir que ya ninguna muerte le podría quitar nada.

Pero los días pasaban en vano y Val se decidió. Se despojó de sus temores y comenzó a subir a la superficie. Allí la esperaba él.

La noche era clara, por eso decidió permanecer lejos para no ser descubierta, las olas formaban manchas a su alrededor y la protegían de las miradas indiscretas. Sin embargo, ella podía verlo, hermoso, fuerte, la boca perfectamente recortada, la cara de rasgos sólidos, los brazos dormidos a los costados, brazos que imaginaba estrechándola con dulzura, el torso desnudo, la cintura estrecha, las piernas ocultas, fundiéndose a la perfección con la estructura del barco.

Él la miraba, la miraba sin verla, perdido en sus pensamientos, lejano, serio, sombrío, empujando la nave hacia adelante, siempre hacia delante.

Val se acercó, temerosa de aquel otro hombre, del más pequeño. No podía evitar acercarse, estaba hechizada por la luna y aquel mascarón que en la proa del barco, hería el mar con su esbeltez de madera. Amaba al mascarón, amaba aquel barco que creía que era su cuerpo, lo amaba aún cuando lo creyese un ser deforme y absurdamente grande, amaba sus velas como alas, amaba sus mástiles y su arrolladora fuerza, pero desconfiaba de aquellos otros seres que vivían dentro de él ¿Cómo podía él, gigante entre gigantes, soportar aquella carga? ¿Sería un esclavo?

No pudo evitarlo, fue natural que en su delirio, se olvidara de todo y comenzara a cantar.

Y su canto llenó la noche y serpenteó por el mar, sorteando las olas, mezclándose con la espuma, hasta explotar en miles de pedazos, allí, cerca de los oídos de Balboa que se puso de pie de un salto, asombrado, ansioso, listo para la revelación, listo para dejarse atrapar para siempre por la sirena.

Y Val cantaba. Y veía a aquel hombre al que ya no temía, erguido, aferrado a la barandilla, medio cuerpo afuera, buscándola con impaciencia. Pero no era más que una molestia, parte del paisaje, todo lo que le importaba era ese otro ser que continuaba indiferente su camino a través de las aguas.

Y Val cantaba. Y su canto iba explicándole todo lo que era, todo lo que había sido; le contaba su vida, sus secretos, le explicaba cosas que jamás hubiera soñado contar. Le hablaba de lo que sentía, le desnudaba su amor, le prometía el infinito, le suplicaba, le rogaba que también él la amase.

Y Val cantaba. Y su canto se iba haciendo más y más triste a medida que veía que su amado no la escuchaba. ¿Cómo era posible eso? ¿Cómo aquel ser se atrevía a desdeñarla? Lo amaba y lo odiaba y se odiaba a si misma por haberle mostrados sus secretos, pero no podía evitar la atracción que seguía empujándola.

Y Val cantaba. Mientras Balboa, loco de contento, la veía en toda su plenitud, hermosa, eternamente joven, dulce, perfecta. El torso desnudo, los brazos meciéndose en el agua, la cara iluminada por la luna, los cabellos entretejidos de estrellas y caracoles, el cuerpo perdiéndose entre las escamas doradas. Era su sirena. La había esperado tanto y por fin había llegado a su encuentro, tal vez, compadecida por su sufrimiento. Balboa lloraba de felicidad.

Y Val cantaba. Le cantaba a aquel otro que nada decía, que nada demostraba, le cantaba su despecho y su tormento, le cantaba llorando, le cantaba mientras el barco se acercaba más y más. Le cantaba sin consuelo.

Y Val cantaba. Y siguió cantando cuando, en un esfuerzo supremo, se irguió en el agua y saltó para aferrarse a su amor que, con indiferencia, la golpeó con saña, dolorosamente, desgarrándole la piel, haciendo manar sangre de su cuerpo ya, mortalmente herido.

Y Val cantaba. Cantaba por última vez mientras se hundía en las profundidades, sin saber si era feliz porque sabía que iba a morir y su sufrimiento había terminado, o porque había logrado conocer el sabor de aquella piel de madera que tanto amaba aunque fuera por un instante, y ese sabor, permanecería con ella para siempre

Y Val cantaba. Cantaba su amor y su pena, sin importarle el cuerpo de aquel hombre que había caído del barco al embestirlo en su locura y que giraba y giraba en el remolino de su caída, acompañándola en silencio, los ojos abiertos, feliz y triste porque había entrevisto su sonrisa, aún cuando sabía que sólo había sido un espejismo ya que su verdadero dueño continuaba atravesando el mar, incapaz de comprender, ignorante de todo el amor que había recibido pero no podía devolver.