Un día, quizás

Hubo una vez un mundo en donde todas las criaturas sólo existían para el placer de los ojos y la locura del amor, un mundo sin trampas ni engaños, sin jueces ni jurados, un mundo de interminables sueños.

Hubo una vez un joven caballo que era sólo carrera atravesando incansable todos los campos y todos los bosques que se atrevían a colocarse en su camino. Era un hermoso caballo que cabalgaba reflejando los tibios rayos de sol en cada milímetro de su aterciopelada piel. Él era esa increíble figura que nunca permanecía inmóvil, que se iba destruyendo y transformando a cada paso, mientras sus patas resonaban desafiantes.

El caballo corría y corrí cruzando arroyos donde las pequeñas gotas de agua helada, saltaban juguetonas para adherirse a su cuerpo, como no queriendo desprenderse jamás; él corría y corría a través de gélidas montañas donde la nieve le cubría lentamente los flancos y su hocico se volvía poco a poco una refulgente luna llena; él corría y corría encontrando, sin buscarlo, el pasto tierno que nunca se acababa, que nunca terminaba de desaparecer, que nunca era menos dulce; él corría y corría sobre lomas y desiertos, sobre selvas y playas, sobre cielos y tierras; el corría y corría sobre el mar.

Era feliz estirándose hasta sentir, en la punta de los labios, el roce de las hojas amargas de los naranjos silvestres, esas hojas que saboreaba lentamente, desparramando su saliva sobre ellas, paladeándolas pacientemente, con el placer que sólo da saberse libre, mientras un escalofrío le recorría el lomo hasta explotar en las orejas.

Era feliz cruzando veloz el interminable bosque de las acacias, cortando con su sombra la poca luz que se colaba por entre los árboles que parecían abrazar el cielo con sus ramas desnudas. Era feliz cuando, por fin, el sol comenzaba a esconderse en el lejano horizonte; y entonces, sólo entonces, detenía su carrera, escrutaba atentamente el infinito universo y, quizás, hasta un sonido de agradecimiento brotaba de su boca. Sí, él era un caballo feliz.

Un día, un simple día, un día como cualquier otro pero claro, distinto, cuando atravesaba un valle sembrado de murmullos y tréboles, una enorme pared apareció frente a él. Quedó sorprendido ante ese extraño elemento, plano, gris, más alto que su cabeza, tal vez más alto que aquellos árboles que no parecían acabar jamás. ¿Montaña?. ¿Noche?. ¿Fiebre?. El caballo se hacía mil preguntas y mil preguntas quedaban sin respuesta. Eso no había estado allí el día anterior; eso no había estado en ninguna parte antes; eso era nuevo.

El caballo sólo atinó a husmear la pared con disgusto, a pasarle atrevidamente la lengua. Era fría, ácida, fea, inútil, impredecible. No estaba acostumbrado a descubrir cosas nuevas, todas ya estaban ahí cuando había nacido, sólo era cuestión de irlas conociendo de a poco, aprenderlas, amarlas, respetarlas, año tras año, sin prisa. Su curiosidad se había ido con la infancia, ahora, ya era incapaz de asombrarse por nada, todo era maravilloso pero a la vez, todo era natural y simple; todo nacía, crecía, moría, pero sin embargo eso no, eso era algo diferente, ajeno a todo, algo único, algo peligroso. Él era una simple criatura que sabía que las nubes traían la lluvia, que las aves el calor, que el agua calmaba la sed, que el pasto saciaba el hambre, que todo lo que la naturaleza extendía delante suyo podía ser cruzado, que, tarde o temprano, se llegaba al horizonte, que su hogar era el mundo y que nada podía ser eterno. Él podía pensar en cosas que durasen, no en cosas infinitas, él sabía que hasta el árbol más alto terminaba en alguna parte, allí arriba, desgarrado por las nubes. Pero, ¿cómo pensar en algo que no tenía principio ni fin, si hasta el mismo sol moría cada noche para renacer de día? ¿Cómo pensar en algo que podía durar para siempre? ¿Qué significaba siempre?

¿Cuántos días corrió pegado a la pared?, nadie lo sabe. Sólo se sabe que un día regresó al lugar de donde había partido, quizás había recorrido todo el mundo buscando un lugar, un pequeño lugar por donde cruzar la pared, pero, su cansado y vencido galope hablaba de su fracaso. La pared no tenía fin. La pared era siempre.

EL caballo confiaba en la naturaleza, en la sabiduría que traía el frío y el hambre, pero también el calor y el hartazgo, que creaba y destruía todpo, así que cuando pasó algún tiempo, comenzó a olvidarse que su mundo había quedado dividido por la mitad y trotó otra vez, loca, alegremente ¿Acaso era una sonrisa eso que se dejaba entrever en su boca?

Otros días llegaron y otros días más y muchas veces el sol se había ocultado tras el horizonte, y otras tantas había vuelto a renacer de sus cenizas, cuando una nueva pared se alzó frente al caballo. La miró tristemente, algo parecía estar cambiando pero él no alcanzaba a darse cuenta. La pared se levantaba desafiante, altanera, gritándole con su mudo silencio; y él, sólo atinó a mirarla fijamente, tratando de entender su oscuro mensaje.

¿Qué era ese nuevo obstáculo? El caballo no era tan inteligente ni tan astuto como otros animales, su mente se negaba a pensar, pero su enorme corazón latió con más fuerza que de costumbre y la carrera continuó, igual, tan libre como siempre, reducida a ese paisaje cada vez más pequeño.

Pero las cosas no eran tan fáciles en aquellos días y, desgraciadamente, no siempre ocurría lo que debía ocurrir. Nuevas paredes aparecían todos los días por todas partes; todas grises, todas ácidas, todas altísimas, todas inútiles, todas impredecibles, cortando los campos verdes y azules, aserrando los antiguos bosques, aquellos que habían soportado miles de tormentosas noches, secando los ríos y los arroyos, demoliendo las imponentes montañas.

Poco a poco, todos los árboles fueron muriendo bajo el implacable paso de las paredes; poco a poco, todos los pájaros fueron cayendo prisioneros o se vieron obligados a huir, buscando nuevos cielos; poco a poco, todas las estrellas fueron perdiendo su brillo y se ocultaron, negándose a mirar aquella batalla y su predecible final. El horizonte ya era sólo una pared gris, y el cielo no alcanzaba para reflejar aquello en que se había convertido el mundo.

Solamente el pobre caballo, aquel que alguna vez había reflejado los tibios rayos del sol en cada milímetro de su cuerpo, sólo él continuaba su carrera; sólo su inasible figura cortaba el aire. Ahora, únicamente podía correr cuando las paredes estaban durmiendo o las sorprendía distraídas; ahora sólo podía comer cuando el pasto se atrevía a crecer bajo sus patas y el viento lograba atravesar las murallas, pero aún así, seguía corriendo.

Y entonces, un día llegó en que de nada valió golpear desesperadamente sobre su inmutable y ciego enemigo, nada pudo lograr, y quizás, hasta un sonido de abandono brotó de su boca.

Y entonces, un día llegó en que ya no pudo moverse, sólo apoyar la cabeza contra las duras paredes que lo rodeaban y dejar deslizar una lágrima sobre su costado.

Y entonces, un día llegó en que el viejo caballo, ni siquiera pudo morir.