Un recuerdo para Tía Ana

I

La primera vez que Tía Ana habló de la fiesta fue un lunes a la noche cuando apenas habíamos terminado de cenar y los grandes charlaban de cosas aburridas, mientras los chicos jugábamos en el patiecito, tratando de no hacer mucho ruido. Mamá le preguntó de qué estaba hablando y Alex se rió en silencio, cosa que hacia cada vez que Tía Ana decía algo aunque, en realidad, ella sólo había hecho una pregunta:

"¿Mandaste las invitaciones?" la pregunta se la había hecho al Tío Mauricio que tosió y volvió a encender su segundo cigarro.

"Supongo que no te habrás olvidado de mandarles a Doña Angela y a sus hijas, ¿no?. Mirá que ellas nos invitaron al casamiento del primo de no sé quien, y es lo menos que podemos hacer.

"Sí, claro" dijo el Tío Mauricio, y era lo único que se le había ocurrido decir.

Los chicos nos miramos y nos reímos. Siempre reíamos cuando la Tía Ana ponía en aprietos a los demás, ellos eran un poco tontos y no sabían tratarla. Sin embargo, para nosotros, resultaba simple y hasta divertido. Ella era buena, sabía qué decirnos para consolarnos cuando estábamos tristes y era capaz de tirarse al suelo para jugar, sin temor de ensuciarse la ropa o de hacer el ridículo.

La amábamos, y creo que éramos los únicos que lo hacíamos. El resto de la familia tenía ideas divididas. Unos la consideraban una excéntrica, otros, una loca, alguien que debería estar encerrada en una jaula, para que no pudiera causar daño.

Por estas razones es que se armaban unas peleas espectaculares donde unos siempre terminaban rompiendo algo, dando portazos y encerrándose a llorar en sus habitaciones, mientras otros se quedaban en la sala, refunfuñando sobre la incomprensión ajena y sus propias miserias.

En esos momentos los chicos sabíamos mantenernos alejados para no ser las víctimas del malhumor o la rabia de los adultos. Pero, inevitablemente, uno de nosotros cometía un error y recibía un bofetón o un chirlo que apenas podía esquivar, sumándose de esa manera al espectáculo de los llantos y los gritos del resto de la familia.

Durante estos festivales, Tía Ana permanecía impasible, sentada en su sillón favorito, tejiendo su interminable manta, esa que, cada tantos días, cambiaba, desatando uno u otro pedazo y volviendo a empezar. Era en esos momentos cuando la sentíamos más cerca de nosotros, porque nos miraba y nos guiñaba un ojo cómplice, como diciéndonos: miren, miren a estos locos, y sonreía astutamente.

II

El día que Tía Ana preguntó por las invitaciones no hubo peleas. Debían estar cansados o simplemente no tenían ganas de reprocharse mutuamente cosas de las que nadie se acordaba. Hubo un silencio tan grande, que ni los chicos nos atrevimos a cortarlo. Por suerte, entró una de las mucamas con los vasos llenos de coñac, sino, todavía estaríamos ahí, quietos y mudos, esperando que a alguien se le ocurriese algo que decir.

Debe haber sido Felicitas las que preguntó de qué estaba hablando. Ella era así, algo ingenua, algo tonta, a veces nos preguntábamos si no estaba siguiendo los paso de Tía Ana y se estaba convirtiendo, ella también, en una loca o una excéntrica, según como se viera. Lo único cierto es que gracias a ella, nos enteramos de lo que Tía Ana esta tramando: su idea era hacer una fiesta de esas que ya no se hacían y de la que todo el mundo hablaría.

Quería prepararlo todo personalmente, la comida, los arreglos de la casa, la decoración, seleccionar la vajilla y colocar las flores, todo, lo único que pedía era que alguien se encargase de enviar las invitaciones. A decir verdad, era muy poco, por lo menos, eso era lo que decía Felicitas.

Todos los chicos estuvimos de acuerdo, hasta que nos dimos cuenta que lo que Tía Ana pensaba hacer, nunca sería hecho. Pero, es que sus locuras eran tan fáciles de seguir, que a nosotros nos costaba mucho esfuerzo tener que tratar continuamente de salir de entre las redes en que estábamos atrapados.

La fiesta nunca se haría y, merced a la buena voluntad del Tío Mauricio y de mamá, Tía Ana terminaría olvidándolo todo para comenzar a imaginar una nueva locura.

Mientras ellos se ocupaban de pensar cuál sería el mejor momento para hablarlo y desbaratar sus planes, los demás se mostrarían indiferentes. De una u otra forma, también sería Alex el que se encargaría crear discordia, llevándole la corriente, ofreciéndose, cínicamente, a ayudarla en sus planes. Esa era su forma de vengarse, una venganza ínfima e inútil. No lo hacía para jorobar a Tía Ana, lo que ella hiciera o dejara de hacer lo tenía sin cuidado, era a los demás a los que quería molestar.

Era evidente que sentía mucha rabia por el tío Mauricio. Competía con él, se burlaba de sus tics o de su cara seria y reconcentrada, pero sus sarcasmos eran falsos.

A mamá la odiaba porque ella siempre lo estaba retando por una u otra cosa, y es que él jamás hacía nada bien, sobre todo, sabiendo que era muy sencillo tenerla contenta, bastaban un par de palabras y ya estaba, la tenías enseguida de tu lado, cosa que en nuestra familia, no era algo desdeñable.

III

Dos días después, o sea un miércoles, a Felicitas le dio un ataque. No era el primero que tenía, pero sí el más fuerte de todos los que había sufrido hasta entonces.

El Tío Mauricio se quedó a su lado toda la noche. Mamá era la que llevaba adelante la casa, la única que podía mantener la presencia y continuar con la rutina. Tía Ana se sentó en su sillón y tejía y tejía sin detenerse ni para comer. Los chicos andábamos rumiando por los rincones y tratando de entender qué era lo que ocurría. Alex, en cambio, permanecía al margen de todo, parecía que no le importaba nada porque seguía tratando de llevar adelante sus planes, poniéndose más y más furioso a medida que se iba dando cuenta que, por más que siguiera haciendo de las suyas, nadie le llevaría el apunte.

Lo de Felicitas no era nada serio. El médico llegó, recetó unas píldoras verdes, reposo absoluto, y se fue. Bastó que él llegara para que todos nos sintiéramos mejor y, como el susto había pasado, Tía Ana volvió a iniciar los preparativos de su fiesta, apurada porque no quedaba mucho tiempo para el domingo, que era la fecha que había decidido. Nosotros estábamos demasiado atentos a la enfermedad de Felicitas como para llevarle la contra, así que Tía Ana se vio libre de interferencias para hacer y deshacer a su antojo.

No le resultó nada fácil. Mamá continuaba sus tareas como siempre y ella atrás, iba arreglándolo a su manera. O era al revés, Tía Ana acomodaba una silla o un jarrón tal y como debía estar y mamá iba y lo volvía a poner tal y como estaba antes. De cualquier manera, ya fuera porque mamá iba resignándose o mostraba signos de cansancio, el sábado a la tarde, las cosas iban resolviéndose a favor de tía Ana.

Los muebles estaban colocados en su sitio, la sala despejada para poder iniciar el baile, los adornos acomodados, las fotos y los cuadros de las paredes reluciendo como nunca, y hasta el patio estaba baldeado y adornado con macetas y flores por todos lados.

La comida no era problema, éramos tantos que siempre había suficiente, así que preparar algo extra sólo significaba un poco de imaginación, algo que Tía Ana tenía de sobra. Incluso las mucamas ayudaban en lo que podían, dividiéndose para hacerle caso a ella y a mamá y mantener a las dos contentas y satisfechas.

Los chicos estábamos encantados con todo ese alboroto. Sabíamos que no habría ninguna fiesta, pero igual nos gustaba el ir y venir de Tía Ana para estar en todos los detalles. Además, sabíamos que nos quedarían todas esas cosas para nosotros, globos, guirnaldas, bebidas y las enormes y deliciosas fuentes de bocaditos. Realmente la estábamos pasando muy bien, como si fueran unas vacaciones anticipadas. Hasta Felicitas, que ya se sentía mucho mejor, se unió a nosotros para disfrutar de aquella algarabía.

IV

El domingo amaneció nublado y con ganas de llover. Tía Ana estaba preocupada porque la fiesta podía fracasar. El viento que se levantó al mediodía la alegro y los nubarrones amenazadores desaparecieron.

En cambio, mamá estaba seria. Ella y el Tío Mauricio habían estado conferenciando en secreto por largo rato, tratando de encontrar una forma de calmar aquel frenesí que podía llegar a terminar en un desastre si se esperaba hasta último momento. Tan preocupados estaban, que hasta hablaron con Alex para pedirle un consejo, una idea, cualquier cosa.

"Dejen a la vieja en paz, ya van a ver que, cuando llegue la hora, va a ser ella misma la que se olvide de todo y busque una excusa para hacernos creer que todo estuvo perfecto.

Mamá quería creerle, pero no estaba muy segura. Tía Ana nunca había llegado tan lejos, jamás la había visto tan interesada, tan entusiasmada. Por eso dijo:

"Lo mejor sería mentirle, decirle que las invitaciones no se mandaron, que el correo no funciona, algo así.

El Tío Mauricio meditaba en silencio y fumaba. No quería hacer ninguna sugerencia, sólo tener la última palabra, así que dijo:

"Bien, vamos a esperar hasta la noche a ver qué es lo que pasa.

Pero la noche llegó y no pasó nada, excepto que Tía Ana se había vestido de gala, con collares y todo.

Los demás se habían recluido en una pieza y discutían a los gritos. Se acusaban de no sé cuántas cosas. Mamá llegó a tirarle a Alex un plato lleno de masitas por la cabeza. Alex casi le encaja un sopapo, pero el Tío Mauricio se interpuso justo a tiempo para recibirlo él mismo. Y así siguieron mientras Tía Ana daba los últimos toques a las flores y nos enseñaba cómo debíamos comportarnos y con que palabras de respeto debíamos tratar a tal o cual invitado y, de vez en cuando, chistaba para que no gritaran tanto.

Las mucamas iban y venían sin saber a quién hacerle caso, los chicos nos reíamos y gozábamos en medio de la confusión, robando dulces de las fuentes del comedor; todo era un magnífico desbarajuste y no sé hasta dónde hubiera llegado si en ese momento no hubieran tocado el timbre y una de las sirvientas no hubiera entrado con la noticia que el Gobernador esperaba en la puerta, y que el resto de los invitados empezaba a llegar, tal y como Tía Ana había previsto.