Un señor con una media rota
Un señor con una media rota es un señor, pero chiquito, un señorcito, un pobrecito, un nadie, pensaba Sebastián mientras se miraba aquel agujero justo en el talón. Un hermoso círculo en la tela negra. No había caso, por más que buscaba, no tenía ningún otro par, todos estaban mojados y no iba a salir a la calle con medias húmedas a menos que quisiera pescarse una pulmonía.
Con mucho esfuerzo, logró acomodarse el zapato para que no se notara. Mientras bajaba en el ascensor, se dio una última mirada. El cabello en orden, una buena afeitada, el traje impecable, los zapatos lustrados, la imagen perfecta de un ejecutivo vital. Un señor con todas las letras. Pero, se lamentaba, un señor con una media rota, y esa media rota lo volvía un poco menos señor, un poco menos todo, casi un nada. Un nada con una media rota.
La calle lo recibió a bocinazos. Sebastián sonrió levemente al contemplar la ciudad, edificios altos, brillantes como espejos; autos, atropellándose por llegar a algún lado; gente apurada, ruido, humo. Eso era lo suyo, su cubil, su territorio, y esa mañana se sentía el rey de todos, capaz de hacerlos hincarse a sus pies con un simple gesto de la mano. Y allí estarían, pensaba, allí los tendría, humillados y a su merced, rendidos, suplicando piedad pero riéndose en silencio de ese rey todopoderoso que se erguía sobre sus cabezas. Un rey que no podía ocultar su media rota.
El sueño terminó y Sebastián se maldijo y maldijo su mala suerte; aquel destino injusto que lo castigaba miserablemente, así como sabía hacerlo para que doliera, con una cosa ínfima, tan ínfima, tan pequeña como un punto, un punto que se había extendido en la trama de la tela, y que se había transformado en un círculo perfecto a la altura del talón, justo ahí donde el pie jugaba dentro del zapato y era imposible acomodarse la media porque, inevitablemente, subía hasta quedar al descubierto. Un rey con una media rota, pensó Sebastián, no es un rey, ni un marqués, ni siquiera un conde, es un pobre tipo que camina incómodo, soportando su humillación, esperando que alguna vez se seque el par de repuesto.
Sebastián caminó hasta la esquina, y allí se detuvo. Era jueves y por lo tanto debía doblar a la derecha en lugar de seguir hacia adelante, pero la calle estaba llena de zanjas y tablones embarrados, así que se quedó parado, pensando.
Era un hombre metódico, lunes, miércoles y viernes, continuaba por la avenida y al llegar a las vías doblaba hasta donde comenzaba el andén. Martes y jueves, en cambio, optaba por dar la vuelta a través de la plaza y entraba por la puerta principal de la estación. No había motivos para hacer uno u otro camino, sólo que él se había establecido esos itinerarios y mantenerlos, era tan importante como sentirse limpio y pulcro.
Así que allí estaba, con su media rota y todo lo que eso significaba, sumando una nueva frustración, dudando entre cambiar su rutina o continuar, a riesgo de ensuciarse los zapatos y las botamangas de los pantalones. Suspiró resignado, molesto, ya cansado aún cuando recién comenzaba el día. Si por lo menos fuera viernes, pensaba; o si se atreviese a mandar al demonio los hábitos, pero no era posible, sólo restaba consolarse, pensando que total, ¿qué importaba ensuciarse si ya el día estaba arruinado?. Y allí fue, cruzando las zanjas abiertas, haciendo equilibrio sobre los tablones, agarrándose a las paredes y a los árboles para no tropezar.
Esquivó a una mujer gorda de vestido floreado que llevaba un par de bolsas repletas de verduras y frutas. Saltó en un pié sobre varias tablas que resistieron con firmeza, arqueándose apenas bajo su peso. Allí iba Sebastián, un bailarín sobre la calle rota, un torero eludiendo con maestría cada embestida. un malabarista enloquecido, un payaso rotoso con su media rota, avanzando, cada vez más cerca de la meta.
Y se cayó. De golpe, una madera cedió, y el pié siguió de largo unos centímetros, apenas unos centímetros, pero lo suficiente como para que la sorpresa lo hiciera buscar equilibrio, empujado su cuerpo para atrás, y cayera sentado mientras la pierna continuaba de largo, hasta el fondo del pozo.
Se quedó sentado, la cara salpicada de barro, aturdido, pensando que el día estaba completo y que era inevitable que las manchas fueran ahora parte indeleble de su ropa Pensando en eso fue que intentó levantarse pero no pudo, enseguida sintió un dolor agudo en el tobillo y tuvo que gritar.
Varias personas se acercaron y entre todos lograron sacarlo de aquel pozo y acomodarlo en un zaguán, en una posición un poco menos humillante, pero él ya estaba resignado así que no se preocupó por nada, excepto por el dolor que aumentaba y aumentaba.
Así, apoyado sobre la pared, se relajó y esperó que llegara la ambulancia que ya, algún comedido, se había apurado a llamar. Sólo cuando sintió la sirena y vio que un enfermero se acercaba a socorrerlo, fue cuando se acordó de la media rota.
Se puso pálido. Un médico lo alentó, creyendo que su gesto era de dolor. Le dijo algo que no escuchó y que tampoco le importaba. Estaba confundido, tanto, que le resultaba imposible acordarse en cuál pié tenía la media rota.
¿Y si era el que se había roto? ¿Y si el médico le sacaba el zapato y lo humillaba ante toda esa gente, mostrando sus íntimos secretos? ¡Oh, Dios!, dijo en voz alta, y rogó en silencio, esperando que por lo menos una cosa le saliera bien ese maldito día.