Una noche en un lugar
Caminaba en medio de la noche.
Oscura. Desierta.
Nadie que lo mirara. Nadie que le preguntara su nombre, su edad, su procedencia.
Un árbol, dos, tres, una línea de árboles que se extendía hacia lo lejos, cortada por negros cables de electricidad. Líneas paralelas. Charcos en el centro de la calle. Migajas de pan que lo guiaban hacia alguna parte.
Una procesión de paisajes helados. Viejas fotografías como esa calle desolada.
Pensó varias veces en una mujer. Era bonita y elegante, suave y triste, igual que esa noche.
Volvió atrás unos pasos, sólo los suficientes como para sentir latir sus sienes ¿Cómo podría ser aquello? ¿Morir?
De pronto, el grito de una sirena atravesó el aire y se acurrucó junto a una puerta. La sirena calló pero el pecho seguía humedeciéndose por aquella vida que huía a borbotones. Sangre que se escapaba. Recuerdos de una marquesina rota, de un paso mal calculado, de un roce en el hombro, de la respuesta instintiva de la mano sobre el brillo del acero prolongándose en los dedos, de la mirada vacía del policía balbuceando desde el suelo con la garganta abierta como una flor, del cuchillo que ya no brillaba. Recuerdos de un insecto de acero penetrándolo, destrozándolo y correr, correr, correr. Y luego la ciudad, las luces, las sombras, las puertas cerradas.
Llegó a una plaza trastabillando. Una luz insistente tapaba la copa de los árboles y no dejaba ver nada. En el centro, una fuente con dos inmensos chorros estallaban en el espejo de agua. Se agachó sobre el borde y metió la mano aún aferrando el cuchillo, luego el brazo, después el hombro, la cara, una ardiente sensación de vacío lo invadió, refrescándolo. Casi no lograban verse las lágrimas.
Nadie podía verlas, sólo esa mujer hermosa que estiraba hacia él sus brazos de leche, tratando de acariciarlo desde el fondo de la fuente.
Cerró los ojos porque quería retener esa imagen. La mujer seguía allí, llamándolo con su voz tranquila. Pensó en ella, en su boca ancha y fresca, en sus palabras un poco ahogadas, un poco angustiosas; en sus piernas firmes y seguras, en su cuerpo ágil, casi joven, casi alegre, casi suyo. Pensó en ella un largo rato, horas, segundos, todo era ella pero también era las caras que lo veían correr, alejándose de la muerte reflejada en los vidrios rotos.
La mañana amenazaba detrás del horizonte y la mujer aún seguía llamándolo desde el otro lado.
Intentó levantarse y cayó. Una vez, dos, tres. Murmuró algo así como "mamá", y el agua se abrió para recibirlo.
Ese día cumplía doce años. Él nunca lo supo.
Ni el Cielo ni el Infierno, si existen, pueden nada contra esta brutalidad que me impusieron. (Antonin Artaud)