Viento del sur

Fue una discusión trivial, un cambio de palabras intrascendentes que, gracias al alcohol y a un gesto de fastidio, se transformó en una acusación, en un grito y en un golpe que tiró a uno sobre el otro y los hizo rodar por el piso hasta que una cabeza se estrelló contra la pata del sillón y un hombre quedó tendido de espaldas con el otro sobre él, asustado y aún jadeando.

Al principio no supo qué hacer, luego reaccionó y trató de reanimarlo. Fue inútil, estaba muerto. Se había puesto pálido y no podía escuchar el latido de su corazón. Lo lógico hubiera sido llamar a un médico, pero estaban demasiado lejos de cualquier teléfono, solos en esa casa a orillas del mar, sin otra comunicación con la ciudad que el cartero que pasaba una vez por semana en bicicleta.

Se levantó, se sentó y encendió un cigarrillo. Tenía que pensar. Debería salir y buscar ayuda, en el pueblo había un médico y sólo eran dos horas de caminata. Aunque estaba anocheciendo, el camino era sencillo y no tenía forma de perderse.

Pero eso implicaba tener que dar explicaciones; la policía, la cárcel y la vergüenza, todas ellas, cosas a las que no estaba dispuesto a entregarse. No podía confiar en la discreción de nadie, su sola llegada al pueblo ocasionaría un sinfín de preguntas que no podría contestar. Después de todo, la única solución posible era la más obvia. Nadie sabía que él había llegado para hacerle compañía el fin de semana; todos creían que estaba solo y no había ninguna forma de probar que hubiera tenido visitas. Si hacía desaparecer el cadáver nadie lo descubriría y lo más importante, nadie podría relacionarlo con él si es que alguna vez alguien se tropezaba con su tumba.

Lo tomó de los pies y lo arrastró fuera de la casa. En la entrada, había un pequeño porche con una escalera de madera cuyos escalones resonaron con cada golpe que iba dando la cabeza sobre ellos. Sobre la arena, las huellas de sus pisadas iban cubriéndose con una franja ancha y pareja a medida que el cuerpo avanzaba a fuerza de tirones.

Tomó una pala y comenzó a excavar. La arena era fina y costaba bastante sacarla porque enseguida volvía a caer en el pozo. Con mucho esfuerzo, logró llegar a una parte algo más dura y allí, todo se resolvió rápidamente. Agarró el cuerpo por debajo de los brazos y lo echó dentro del foso. No aterrizó bien y una pierna sobresalía, por lo que tuvo que agacharse y arrastrarlo un poco más, hasta que logró acomodado. Lo tapó con arena y volvió a entrar en la casa.

Anochecía rápidamente, pero la luz era suficiente para observar la obra concluida. Aún había algo de arena húmeda alrededor del agujero pero, era imposible que alguien pudiera darse cuenta de nada.

Se había cansado mucho más de lo que creía, así que tuvo que sentarse hasta que recuperó el aliento. Todo estaba listo, no había manchas por ningún lado. Lavaría las copas y los platos y jamás nadie se enteraría que alguien había llegado a visitarlo. Ya no tenía por qué preocuparse. Había resultado más sencillo de lo que había supuesto y una idea le daba vueltas en la cabeza: en realidad, había sido demasiado fácil.

Muchas veces pensó en matar a alguien; si jamás lo había intentado era porque el solo pensarlo, le causaba terror, pero ahora que lo había hecho, todo era distinto.

Tal vez, pensó, si se premeditara, no sentiría esa nausea terrible, esas ganas de correr o de ponerse a gritar. Estaba seguro que eso sólo había sido producto de la sorpresa y de la emoción que lo había llevado a un extremo de locura incontrolable. Pero, sin duda, si lo hubiera realizado fríamente, el efecto hubiera sido otro. No es que creyese que volviera a ocurrir, pero ya había pasado lo peor y de ahí en adelante, todo sería más fácil.

En ningún momento sintió que estuviera cometiendo un crimen o alguna clase de pecado. El miedo que había sentido era sólo miedo a ser descubierto, a sufrir un castigo, a ser maltratado. Él no había sido un amigo, tal vez, en algún momento lo había considerado así, pero las cosas que le había dicho ese día sólo podían provenir de un enemigo.

Su muerte había sido un acto de justicia, algo de lo cual no podía sentirse orgulloso pero sobre lo que no perdería el tiempo cayendo en remordimientos o falsas excusas. Seguramente, si hubiera sabido que todo era tan sencillo, que existía una manera tan eficaz de deshacerse de alguien molesto, lo hubiera hecho mucho antes.

Ya era de noche. El viento comenzaba a soplar desde el lado del mar, por lo que era muy probable que se desatara una tormenta. Se asomó a la ventana y confirmó lo que creía. Grandes nubarrones corrían desde el sur hacia la playa, tapando rápidamente las estrellas. Lo mejor que podía hacer era prepararse la cena, comer e irse a dormir. Podría pasar el día siguiente en la casa y volver a la ciudad por la tarde, si es que no llovía demasiado.

Puso carne al fuego y preparó una ensalada con el último tomate que quedaba. Ni siquiera tendió la mesa. Comió directamente sobre la mesa de la cocina, de pie, escuchando como aullaba el viento y los postigones golpeaban contra las ventanas.

Después de cenar, fumó un cigarrillo y antes de irse a dormir, decidió salir a asegurar las ventanas para que el ruido no lo molestase durante la noche. Allí fue cuando, al darse vuelta para atrancar las hojas, casi al descuido, miró hacia el montículo que escondía la tumba.

El viento estaba arrastrando la arena de tal manera que el cadáver comenzaba a quedar al descubierto. Ya podía verse un pie, una mano y parte de la cabeza, sobresaliendo como una mancha oscura sobre el gris de la arena.

No comprendía cómo no había pensado en eso. Seguramente todo había sido producto del estado de excitación en que se encontraba, pero no valía la pena ponerse a buscar explicaciones, de todas maneras, había tenido suerte en que hubiera ocurrido entonces y no unos días después de su partida, justo cuando alguien pudiera verlo.

Buscó la pala. La luz del porche aún estaba encendida. Quitó parte de la arena seca y comenzó a llenar la tumba con piedras y algo de la leña que había guardado por si hacía demasiado frío.

Cuando estaba por arrojar una enorme piedra que había llevado rodando, vio que un pie se movía y que una mano comenzaba a crisparse, aferrándose a los bordes, alzándose desde las profundidades .

La piedra quedó allí, a un costado. La mano subió hasta él y se asió con fuerza a su pantalón, tirando, tratando de servirse de ese apoyo para que el resto del cuerpo se levantara. La cabeza casi estaba erguida y una boca abierta intentaba balbucear algo ininteligible. De pronto, unos ojos se abrieron suplicantes, llenos de vida.

Empujo la piedra que cayó con un golpe sordo, y echó a correr hacia la casa. Cerró la puerta, apagó las luces y se tendió en la cama.

Tenía miedo. Un miedo como nunca antes había sentido. Tardó en calmarse el tiempo exacto que le llevó fumar dos cigarrillos, uno detrás del otro.

Todo había pasado. Ya no tenía que preocuparse, la piedra había caído sobre la cabeza y él había muerto otra vez; muerto como debería haberlo estado siempre. Obviamente el golpe durante la pelea sólo lo había desmayado y se había precipitado a sacar conclusiones, pero no importaba. Ahora no había error posible. Ahora lo había matado y a la mañana siguiente podría salir a cubrir el pozo de una vez por todas.

Se asomó a la ventana. El viento había amainado y la tormenta se hacía esperar. Tal vez, sólo fueran nubes de frío y al final no lloviera. Como todavía la luz continuaba encendida, miró hacia allí, no quería, pero no podía evitarlo. El pozo estaba intacto, pero ya no había nadie adentro.

No podía ser. Salió de la casa para asegurarse, pero ya conocía la respuesta. Le bastó acercarse unos metros para confirmarlo. El cuerpo no estaba. Las piedras y las maderas estaban desparramadas y la enorme piedra colgaba bamboleante sobre el borde.

Miró a su alrededor. No había nadie pero eso era lógico. Lentamente, volvió a la casa. No cerró la puerta ni encendió las luces. Daba lo mismo. Busco un cigarrillo, lo encendió y arrojó el paquete vacío, luego, se sentó en el sillón y esperó a que él decidiera cuál era el momento oportuno de ir a buscarlo.